Había que salir del atolladero. Y a sabiendas de que el tamaño de la decepción de los lectores suele ser proporcional al de la expectativa creada, que con Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962), tras Soldados de Salamina , era altísima. Aupado en pocos meses desde el ejercicio de su vocación de escritor al torbellino público de entrevistas, giras promocionales, cursos, conferencias y demás zarabanda mediática, lo de publicar otra novela se le había puesto cuesta arriba.

Incurrir en la guerra civil hubiera supuesto un encasillamiento y, para los suspicaces, una explotación reprobable de un filón mercantil. El éxito esclaviza, traba y aturde. Todo el mundo suspira por el éxito para luego lamentarse de las gabelas que comporta. Casi nadie apunta a su ladera más nociva: hipertrofia del desprecio, soberbia, vanidad, autocomplacencia o egocentrismo. De estas enfermedades de la conciencia y de la rapidez con que se revelan trata La velocidad de la luz (Tusquets).

La habitual inspiración autobiográfica de Cercas se centra en la dificultad de gestionar un triunfo tan súbito como abrumador. El autor construye un artefacto que le sirve como espejo. Para ello se vale de un doble enfoque: el directo del narrador, obvio álter ego, y el indirecto de su amigo Rodney en otra experiencia límite: la de una matanza en Vietnam. En sus respectivas fábulas, descubren el reverso del sueño y la pesadilla: uno la imbecilidad tras la fama, otro la oscura euforia de la sangre. Cercas entrelaza estas dos líneas argumentales en una trama diestramente urdida que las unifica a la vez que las confronta y de la que se desprende que la conciencia de culpa en el asesino no puede tener absolución mientras que la del cretinizado por el éxito sí admite una purga, la de la escritura.

La velocidad de la luz es una metanovela sobre la escritura como salvación y una defensa del único método que Cercas estima factible: la novela nutrida con el raudal de vida y muerte que procede de la biografía del escritor, la novela como el recinto donde la turbulenta realidad cobra sentido, illusorio o no pero sentido al cabo. Magnífica y turbadora.