Desconozco si Amy Winehouse había leído a William Blake ("El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría"), pero sin duda se ha mostrado en su breve y turbulenta existencia como una seguidora fiel del autor de Las bodas del cielo y del infierno. Amy, con 27 años, todas sus excentricidades, adicciones y comportamientos erráticos (y con solo dos discos) dejó con el culo al aire a no pocas cantantes de soul y blues, jóvenes como ella, pretendidas herederas de las grandes damas del género. Amy ha sido, con su voz perturbadora y su rajo inconfundible, una artista realmente verdadera; y a su manera ha sido una dama, pues no otra cosa es quien se salta convenciones, camina a su aire y, sabiéndose única, su comportamiento dista mucho de esa singularidad. Leo que un fan cabreado, tras un concierto de esos en los que Winehouse perdió el oremus y casi el sentido, la describió en su blog como "otra punki, yonki y borracha". Es la comprensible reacción de quien quiere intérpretes brillantes, pero modositos y enjaulaos. Amy tuvo la lucidez suficiente para dejar un par de intensas muestras de su talento; tuvo la lengua demasiado suelta y una desmesurada afición a caminar por el borde del abismo. Permítanme que huya de la moralina. Como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Billie Holyday y Charlie Parker, Amy Winehouse jugó duro y perdió. Pero nadie ha dicho que el genio sea patrimonio de los ganadores.