Decía François Truffaut que para empezar a juzgar a un cineasta es necesario esperar a su tercera película. La primera y la segunda son solo ejercicios de autodescubrimiento y reajuste, pero con la tercera, en cambio, ya se suponen unos intereses e inquietudes, una coherencia temática y estilística, una voz. Pero a Steve McQueen (Londres, 1969) no le ha hecho falta esperar tanto. Él ya tenía todo eso desde mucho antes. Incluso desde que obtuvo prestigio mundial en el campo del videoarte, creando instalaciones que, en realidad, ya eran como películas en miniatura aunque se presentaran en museos.

En efecto, comparando las primeras piezas con su trabajo cinematográfico posterior uno no solo comprueba el rechazo a vivir de las rentas de aquel éxito temprano y la necesidad de desarrollar y expandir sus obsesiones y habilidades en un formato distinto. También salen a la luz obvias conexiones: Deadpan (1997), que revisa la famosa escena de Buster Keaton en la que la fachada de una casa le cae encima --y eventualmente convierte lo que en el original era divertido en algo crudo y violento--, ya permite comprobar la precisión y el control formales, la maestría con la coreografía y la composición de los que 12 años de esclavitud hace alarde. Y Charlotte (2004), esencialmente una serie de primeros planos en los que el dedo de McQueen impacta en el ojo de Charlotte Rampling, describe una versión diminuta del tipo de castigos físicos amplificados terriblemente en la película que le acaba de dar el Oscar.

Pero quizá el mejor antecedente sea Bear (1993). Rodada en blanco y negro, retrata a dos hombres negros desnudos entregados a una suerte de combate de boxeo ritualizado, a medio camino entre la representación, la lucha y el flirteo. Bear funciona como sumario de las tres películas de McQueen por su intensa fisicalidad, su mezcla de sexualidad, raza y violencia y, sobre todo, por su aguda apreciación de las políticas del cuerpo humano.

Infortunio y sufrimiento

Porque, en última instancia, la anatomía entendida como prisión --aplicado el concepto en términos físicos y psicológicos-- es el territorio esencial explorado por McQueen tanto en Hunger (2008), su retrato de un activista del IRA que dejó de comer hasta morir, como en Shame (2012), su radiografía de un adicto al sexo, como ahora en 12 años de esclavitud.

McQueen explora el cuerpo, su poder, sus límites y su complejo empeño por contradecir los deseos de su dueño, y de ese modo lo convierte en escenario idóneo para el infortunio y el sufrimiento. Teniendo eso en cuenta, ¿qué cabe esperar del musical que, asegura, tiene pensado rodar? Que tiemblen sus bailarines.