Pasaría en cualquier bar por un jubilado más, tomándose un vino con los amigos. Pero en estas fechas, si uno se le acerca, detecta un aroma extraño, que evoca a los bencenos, aunque de forma muy agradable, cautivadora podríase decir. Es Eloy Martínez, quien fuera el primero en recoger una trufa cultivada en el entorno del Moncayo.

Cuando a finales del siglo pasado comenzábamos a valorar la trufa, poco, pues era una actividad prácticamente clandestina, apenas se hablaba de Graus y Sarrión, los dos mercados tradicionales. De hecho, ya había quien desde antes sostenía que en el Moncayo se cazaba trufa, lo que era acogido con general escepticismo.

Fue por entonces cuando las diputaciones provinciales de Huesca y Teruel comenzaron con las ayudas a la truficultura, lo que ha logrado que Aragón sea en estos el mayor productor mundial de trufa, con las cautelas propias de una estimación, dado que siguen faltando datos objetivos.

Pero, antes, en Vera de Moncayo alguien ya pensaba en trufas. Era Eloy Martínez, en alerta desde que a mediados de los ochenta se encontró por el monte a unos peculiares cazadores. "Estábamos cazando --recuerda--, cuando vimos a una pareja de Barcelona con un perrito en nuestro coto. Les explicamos que allí no se podía cazar, que era un coto privado, aunque es cierto que no llevaban escopeta, y nos dijeron que se dedicaban a buscar trufas como afición".

En aquel momento le surgió la pasión. Preguntó, se movió, contactó con buscadores expertos de Graus y sí, confirmaron que en el Moncayo se daban muy bien las trufas. Fue el primer paso y se convirtió también él en cazador de trufas. "Buscaba trufa para algunas de mis amistades, pues en alguna de mis fincas sí había silvestre. Pero la mayoría de la gente no entendía nada. Me preguntaban, burlones, ¿Eloy, que tal llevas las chufas?"

PRIMRA EXPLOTACIÓN

Eloy, inquieto y curioso, quería más. Supo de Carlos Palazón, que trabajaba en lo que ahora es el CITA --"el número uno en el estudio de la trufa"--, de la posibilidad de cultivar la trufa gracias a los árboles micorrizados --que han sido contaminados para que la trufa crezca en sus raíces-- y en 1999 plantó en Litago su primera explotación. Un absoluto fracaso.

Pero no se amedrantó, convencido del potencial de la zona, su apuesta en la tecnología y la fe en su proyecto. Además ya intuía que la sobreexplotación de las truferas naturales podía acabar con su implantación. Al año siguiente, en Litago, siempre con el asesoramiento de expertos como Palazón o Juan José Barruiso --actual responsable en el CITA de la investigación sobre la trufa-- plantó cien plantas micorrizadas, mitad roble, mitad carrasca, las cuidó y se dedicó a esperar, pacientemente. A los cinco años "conseguí sacar dos trufas. La del roble pesaba 220 gramos y estaba tan emocionado que la rompí en tres trozos". La de la encina o carrasca era sensiblemente menor, de apenas 20 gramos.

Y se convirtió en truficultor, en el primero de la provincia de Zaragoza, título del que presume orgulloso. Y se ha convertido en la referencia de la trufa del Moncayo, impulsor de la asociación provincial y dispuesto siempre a ayudar a quien emprenda esa apasionante aventura de domar los denominados diamantes negros.

Pues, aunque sencilla, la truficultura requiere sus técnicas y trucos. Hay que vallar las explotaciones para que corzos y jabalíes no las invadan y se las coman; establecer un sistema de riego, mejor por microaspersiones, para que la trufa obtenga el agua necesaria, sobre todo si no caen tormentas en verano. Y, lo más importante, hay que adiestrar a uno o varios perros.

En una explotación trufera, un ajeno apenas ve una serie de árboles, plantados en el caso de Eloy cada seis metros. La trufa está, sí, pero enterrada bajo la tierra, asociada a las raíces, pero invisible a cualquiera; menos a los cerdos, la mosca de la trufa y algunos perros entrenados.

Las cerdas son muy buenas buscando la trufa, ya que sus aromas les recuerdan a las feromonas sexuales, pero se las comen con avidez, por lo que apenas se utilizan. La mosca suele marcar el lugar donde se encuentra la trufa madura, pero, explica Eloy, "si no estás muy atento, enseguida se mueve, y cavas pero no encuentras nada".

Así que el perro se ha convertido en el compañero imprescindible, previo entrenamiento. No son de ninguna raza en especial y casi es mejor que no sean cazadores, porque se pueden despertar. "Tiene que ser juguetón, cariñoso, tragón y dócil", explica Eloy Martínez, que calcula que solo vale uno de cada diez.

Al perro hay que entrenarlo. "Se le da a oler la trufa y se le premia, pero tiene que estar perfectamente madura. Luego se van escondiendo para que las busque, como si fuera un juego, y siempre con su premio". El tiempo y la práctica harán lo demás, como ha pasado con Tina, de 18 meses, una de las compañeras de Eloy.

Ya solo falta subir a la explotación, animar al perro a que busque y, una vez marcada la trufa, sacarla con el puñal con cuidado para no dañarla.

Sin embargo Eloy va más allá. Considera que se debería restringir el plazo de recolección, que abarca desde el 15 de noviembre al 15 de marzo, a los meses de diciembre a febrero, para no agotar las truferas. Asimismo, el practica una especie de siembra, dejando esporas procedentes de trufas demasiado maduras en los lugares de los que ha extraído la trufa, buscando regenerar y mejorar el terreno.