El Real Zaragoza se despidió de Europa porque bajo la capa de equipo maduro que había mostrado en los últimos tiempos, con una mejora notable de su calidad competitiva y un estado físico apto para soportar la erosión de dos competiciones, emergió el alma de niño distraído que llega a clase cuando han cerrado las puertas del colegio. Ese pecado de juventud extrema le había costado varios disgustos en la Liga y algún susto en la Copa de la UEFA, pero anoche le supuso la eliminación de un torneo donde había depositado todas sus ilusiones. Se presentó 12 minutos tarde al encuentro, tiempo regalado por el conjunto aragonés que aprovechó el Austria para marcar dos goles ante la incredulidad general, la de los vieneses incluida. Después le entró una pataleta y la pasión le condujo a un empate insuficiente, fruto de un espectáculo agónico, bello por loco durante una segunda parte acelerada.

Cuando más grande parecía, le vino grande todo. Cuando se le pedía concentración, tensión y buena lectura del rival, se puso a mirar las musarañas, a contar las estrellas, a jugar en mitad de la vía del tren atándose los cordones de las botas a los raíles... El Austria lo atropelló con una comodidad insultante, con dos acciones calcadas que nacieron de un par de faltas botadas por Sionko a las que la defensa zaragocista respondió con un ataque de parálisis. Papac, un lateral de pierna larga, hizo el primer tanto en el minuto 5, y en el 12, Dosunmu convirtió el segundo sin más oposición que el aire de su solitaria carrera.

Todo el gozo en un pozo de una profundidad inabarcable para la comprensión de la afición, que se quedó como si le hubiesen estafado y que crucificó a Luis García, uno de los muchos culpables de la terrible desatención inicial. Esperaba la hinchada una noche mágica, una estación de paso por el sueño que conducía a la final de Lisboa, y se encontró con la peor de las pesadillas, con un Real Zaragoza tumbado en la lona nada más sonar la campana. Los dos golpes no los recibió porque el Austria tuviera un herradura dentro del guante, sino porque se puso a pelear con los brazos en la espalda. Nadie, ni el modesto conjunto centroeuropeo, desperdicia semejantes favores, así que le pegó dos coces en la mandíbula y le fracturó todas las previsiones.

La expulsión de Didulica al salir a cortar a destiempo una carrera de Savio, el único futbolista mayor en todos los sentidos, llamó a las puertas de la épica por superioridad numérica más que por brillantez. El Austria ni se inmutó. Quitó a Rushfeldt y dejó sólo arriba a Dusunmu. Con una renta como esa, no le preocupó lo más mínimo dedicarse a defender, el trabajo que mejor sabe hacer. Al Real Zaragoza le entraron las prisas en las piernas y en el cerebro, también en el corazón, y se empeñó en poner a prueba la altura infranqueable de Antonsson y Afolabi, quienes despejaron hasta lavadoras.

Víctor metió a Oscar por a Soriano en una decisión más que discutible porque Movilla y Zapater estaban hasta ese momento muy por debajo del rendimiento de su compañero. La entrada de Cuartero por Ponzio y el empuje de Aranzabal agrandaron el campo en una segunda parte de asedio zaragocista, de arrolladoras buenas intenciones y no mucho peligro real para la portería del nervioso Safar. Savio, como siempre, tomó la responsabilidad de dirigir el derribo de la muralla austriaca, y Villa y Galletti la de rematar todo lo que cayera cerca de ellos. De tanto insistir, el Real Zaragoza empató con tiempo suficiente, con la afición enloquecida y encantada ante la posibilidad del triunfo.

Parecía una noche para los héroes, pero el niño que llegó tarde al partido y el mismo que se tiró de cabeza en busca de la remontada, se quedó atrapado por su inocencia en las vías de un tren para el que quiso sacar billete cuando habían cerrado las taquillas.