El Tour cerró ayer en París una magnífica edición con un podio muy especial. En lo más alto un ciclista de raza, luchador, de ánimo templado e inteligente. A su edad, esta era su última oportunidad. Evans había pisado el podio en dos ocasiones pero no en lo más alto. Lo mereció porque dio la cara en el momento oportuno. Ganó su carrera cuando llegó la hora y lo hizo sin ayuda de nadie. Su monólogo de diez kilómetros en el Galibier en busca de Andy Schleck fue una cascada de energía y condición física dignas de un ganador. La escolta que ayer tuvo de los hermanos Schleck es asimismo un testimonio excepcional del original desenlace de esta edición: nunca antes un australiano, nunca antes dos hermanos en el podio.

Pero lo más satisfactorio para los amantes de este deporte es haber disfrutado de dos etapas alpinas a la antigua con dos extraordinarios recitales a cargo de Contador y Andy Schleck, que borraron del mapa al comediante Voeckler pese a que tenía recursos físicos para haber ocupado la tercera plaza. Su ansia de cámara y un director sin autoridad le perdió en el Galibier. Contador hizo su papel. Fue al Tour obligado y para colmo le acechó la mala fortuna.

El de Pinto cumplió sobradamente. Se ha vivido un Tour con destellos de calidad individual que ya no se recordaban. Se ha disfrutado del ataque de lejos, como hacían los grandes. Nos hemos roto con el sufrimiento inmerecido de ver al ciclista romperse en los últimos kilómetros. Y todo ello dentro de una sustancial igualdad que puede ser la consecuencia de una vieja forma de hacer ciclismo cuando no existía la ingeniería del esfuerzo. Posiblemente, cincuenta picogramos tienen la culpa.