El fútbol ofrece muchas vías para conseguir la victoria. La del talento individual y, hoy en día, bastante más la aportación colectiva. La estrategia, los pequeños detalles, los mínimos errores no forzados o las acciones a balón parado elaboradas y sus caprichosos rechaces hacen que un partido equilibrado sobre el papel elija a su ganador. No siempre --casi nunca-- este camino es florido puesto que priman los conceptos globales y el esfuerzo sobre la inspiración. Así se plantó el Real Zaragoza frente al Huesca, y añadió un punto de valentía superior su rival que resultó primordial para ejecutar su plan a la perfección. El equipo de Natxo González sumó los tres puntos y se sitúa a tiro y medio del ascenso directo, suficientes motivos como para sentirse más que feliz después de una remontada con triunfos a diestro y siniestro, unos más convincentes que otros.

Bajo la lluvia y abrigado por La Romareda de las grandes gestas, se plantó ante un enemigo que aun viviendo horas bajas y deprimido como un ángel expulsado del paraíso, dispone de materia prima para tumbar a quien se lo proponga. Salió muy musculado táctica, fisica y mentalmente, sabiéndose al dedillo qué hacer en cada momento, provocando en el cuadro de Rubi una sensación de perplejidad de la que nunca pudo desprenderse. Y finalizó en llamas, como un coloso, sin regalar un metro ni una gota de oxígeno. Hacía muchos muchos años que no se contemplaba a un Real Zaragoza tan seguro de sí mismo, firme y paciente. Su metamofosis se completó en una cita de fuertes raíces emocionales. Con un bellísimo encuentro, digno de un campeón.

Sí, así es. La hermosura no siempre nace de una chilena o de un recital ofensivo. En esta ocasión eclosionó de la fe, la constancia, la serenidad y un despliege físico brutal hasta que se acabó el combustible y pasional para sustituir el último aliento. Con ese motor híbrido y bien engrasado pieza por pieza, el Real Zaragoza desmenbró poco a poco a un Huesca mal concebido que terminó, por la lógica del resultado en contra, totalmente descompuesto. Quién sabe si con la profunda herida que traía convertida en fosa de sus aspiraciones de subir a Primera sin pasar por la promoción, objetivo que ahora está mucho más lejano en la mente que en la competición. Si reflexiona que cayó derrotado contra un Real Zaragoza superior y espléndido, quizás retome el pulso y recupere el latido vencedor que ahora apenas se escucha en su pálida trayectoria. Porque tuvo que rendirse a un titán que ha ido creciendo sin medida. Que corre desbocado pero con las riendas bien sujetas hacia un destino impensable hace tres meses, cuando le elegían clavos para el ataúd. Su progresión ha culminado en el derbi, muy bonito para la galería, pero conscientes todos los integrantes de que nada ha terminado. Es el espíritu de quien sabe lo que cuesta una barra de pan después de superar una economía de guerra.

Podrían inscribirse a fuego varios nombres en la placa de oro de este triunfo. O todos porque hay suficiente espacio para repartir elogios y no restar puntos de admiración. El Real Zaragoza consiguió no sólo ganar, sino emocionar, y eso no tiene precio en el mercado de un deporte cada vez más robotizado. Fueron chicos disciplinados y hombres alegres; un equipo maduro en el alfa y el omega que brindó a su gente uno de esos instantes de perfecta comunión que recordaron aquellos tiempos de gloria... Aún falta un largo trecho, demasiado. Y sin embargo, qué bella victoria, quá partido tan redondo en todos los detalles. Ahí va Javi Ros, un tipo que antes de tirar la toalla se despelleja vivo. Uno, dos, tres... ¡Gol de todos! Aquel Real Zaragoza que estaba al fondo de la ferretería es martillo sobre el yunque.