Utoya es una idílica isla en el fiordo de Noruega, un paraíso para las juventudes laboristas que Anders Behring Breivik, un fundamentalista cristiano de 32 años próximo a la ultraderecha, transformó en una inacabable película de terror para los 560 chicos y chicas de entre 14 y 19 años que participaban en un campamento de verano. Durante una hora y media, Breivik, vestido de policía y armado con un fusil semiautomático y un arma corta, recorrió la pequeña isla a a sus anchas, convertido en una máquina de matar que dejó tras de sí al menos 85 muertos. "¡Debéis morir, debéis morir todos!", gritaba a la par que ejecutaba su atroz matanza.

Eran las 17.30 horas del viernes cuando los organizadores del campamento habían reunido en el edificio principal de la isla a los jóvenes para informarles del atentado que dos horas antes había sacudido el centro de Oslo. Breivik, al que todos identificaron como un agente de policía, pidió dirigirse a la reunión. "Acercaos, tengo información importante", les dijo, contó Elise, de 15 años.

Y comenzó a disparar. Y se desató el caos, el horror, una masacre cuidadosamente ejecutada hasta que llegó la policía y lo redujo, sin hallar apenas resistencia. Había transcurrido sin embargo una hora y media, en la que el asesino desató una salvaje cacería humana.

Decenas de jóvenes presos del pánico se dirigieron hacia el mar e intentaron tomar un bote o huir a nado de la isla, situada a medio kilómetro de la costa. Breivik les persiguió hasta la orilla y siguió abriendo fuego. La policía recuperó varios cadáveres del fiordo. Otros intentaban esconderse entre los arbustos o subirse a los árboles, pero no hubo ningún lugar para poder ponerse a salvo de la locura asesina. "Corríamos y corríamos, y él disparaba y disparaba", contó la joven Elise.

"Nos decía a gritos que todos moriríamos", relató Adrian Pracon, otro de los supervivientes de la masacre que se recupera en el hospital, a la prensa noruega. Según su testimonio, "se le veía muy seguro, tranquilo y bajo control". "Sabía lo que estaba haciendo", añadió. Y lo estaba. Antes de llegar a la isla, Breivik había activado la bomba que arrasó el corazón de Oslo. Pracon salió con vida, pero su relato resulta escalofriante: "Nos quedamos tumbados boca abajo y sobrevivimos porque nos pusimos cuerpos encima y fingimos que estábamos muertos". "Pude sentir su respiración, oír sus botas", apostilló el joven.

SIN FIN La pesadilla de los jóvenes, que veían cómo sus compañeros caían por los disparos, parecía no tener fin. "Lo peor fue ver que iba vestido de policía. ¿En quién íbamos a confiar?", narraba en su blog una joven de 23 años, Kamzy Gunatman. "Si llamábamos a la policía, ¿era este tipo el que iba a venir?". Esa desconfianza hizo que, cuando llegaron los agentes de verdad, muchos jóvenes siguieran huyendo. Gunatman escapó a nado del infierno. Bajo un fuerte impacto emocional, ayer aún no había derramado una lágrima.

"Oía gritos, oía a gente implorar por su vida y oía disparos. Estaba seguro de que iba a morir", relataba a la agencia Reuters Erik Kursetgjerde, de 18 años. "La gente corría por todas partes, tropezaba, trataba de subirse a los árboles...", añadía.

Junto a él, Thorbojen Vereive, de 22 años, explicaba: "Cuando me metí en el agua vi cómo dis-