Ruth Arntsen, residente en Sundvollen desde hace ya más de dos décadas, madre de dos hijos, nunca pensó que un buen día del verano del 2011 debería pasar toda la noche encerrada en su casa con el cerrojo de la puerta echado y aterrorizada ante la posibilidad de que extraños pudieran entrar. "Estamos rezando por toda esta gente", admite, asida con fuerza de la mano de su marido, mientras contemplaba desde lejos el hotel donde fueron concentrados algunos de los supervivientes y familiares de los muertos en Utoya.

El día anterior, en medio de la confusión, nadie sabía a ciencia cierta en la población qué es lo que estaba sucediendo o si había más atacantes por la zona, y había que extremar las precauciones. Y es que en medio de este idílico paisaje, casi de ensueño, formado por frondosos bosques, agua e islas, y salpicado de encantadoras casitas de madera y omnipresentes banderas nacionales noruegas, nadie podía imaginarse que una tragedia de tales dimensiones pudiera suceder precisamente aquí.

El corazón de Noruega dejó ayer de latir, mientras los ciudadanos intentaban asimilar lo sucedido. Las calles de Oslo, la coqueta aunque anodina capital noruega, aparecían desiertas; la inmensa mayoría de los cafés y bares del centro habían cerrado sus puertas, y las terrazas tenían las sillas y mesas recogidas, una escena impropia de un sábado por la tarde en un país nórdico donde la gente aprovecha los meses de verano para salir a la calle.

Todos los comercios también habían bajado sus persianas, porque nadie parecía tener humor para ir de compras. El rápido y moderno tren que une el aeropuerto con la capital había dejado de funcionar, y los viajeros tenían que contentarse con un autobús que tarda casi el doble de tiempo de lo que necesitaba el ferrocarril para llegar hasta la ciudad.

Los edificios oficiales, sin excepción, lucían la bandera noruega ondeando a media asta en señal de duelo, y muy pocos vehículos iban o venían por la impecable calzada de la principal urbe del país. Desde la serpenteante carretera en dirección a las localidades de Sundvollen y Honefoss --que rodea fiordos y riachuelos y asciende y desciende colinas-- podía verse cómo las pequeñas embarcaciones a motor con las que muchos noruegos aprovechan los días de estío para salir a navegar estaban, sin excepción, atracadas en sus muelles. Pese a que el sol lució durante todo el día y la temperatura era agradable y rondaba los 21 grados, nadie tenía ganas de disfrutar de la naturaleza.

En guardia

Quienes sí se dejaban ver en Oslo sin disimulo eran los soldados del Ejército y la policía, con el rostro en tensión. En la estación de autobuses de la ciudad apenas se registraba movimiento de viajeros, y los empleados de seguridad de la terminal no ocultaban su nerviosismo ante la posibilidad de que se hubieran colocado nuevos artefactos explosivos. Constantemente abrían los lavabos y se cercioraban de que nadie había dejado abandonado algún paquete sospechoso en alguna cabina.

La televisión ofrecía una cobertura ininterrumpida y en directo de los acontecimientos, con conexiones permanentes con reporteros desplazados a las comisarías, a los exteriores del Hotel de Sundvollen o a la isla escenario de la masacre del día anterior. En uno de los cafés de la terminal de autobuses, ante el aparato de televisión encendido, se había formado un pequeño corrillo de gente que se había quedado absorta, tratando de entender lo que había pasado.