El silencio carece de cuerpo, no tiene forma, no tiene color, no huele ni se puede coger, de modo que a primera vista el vagón silencioso no es más grande ni más musculoso ni tiene una cara más linda; a primera vista, es un vagón normal. Solo que, si uno se fija, hay menos gente. Para empezar. En los demás vagones apenas sobran sillas, pero en este, donde básicamente hay que cerrar la boca, de 48 asientos disponibles 40 están vacíos. Primera constatación: la gente prefiere viajar hacinada a viajar callada.

A sus anchas, el viajero silencioso puede escudriñar el coche y descubrir que sí, que hay diferencias. Para empezar, las servilletas informativas dispuestas en el respaldo de las sillas, con la información de todo lo que no se puede hacer en este sitio: no se puede hablar por teléfono y no se puede hablar en voz alta. Prohibidas las mascotas y los menores de 14 años.

La segunda gran diferencia es que el vagón silencioso es un vagón patrocinado por una gran empresa. No una de aislamientos sonoros, ni una de auriculares, ni una de tapones para los oídos. Está patrocinado por el enemigo: una empresa telefónica. Ni un pelo de tontos, como es bien sabido. En cualquier caso, lo que más distingue al vagón silencioso de sus ordinarios compañeros es algo que solo se puede apreciar de noche o en los túneles: "Se rebajará la intensidad de la iluminación", se lee.

El vagón silencioso siempre está en un extremo del tren, la punta o la cola, para eximir a sus ocupantes del trasiego de pasajeros en busca de la cafetería. ñBienvenidos al silencioO, rezan los carteles. El silencio allí es eso: queda el rumor del desplazamiento sobre los rieles, el zumbido de las puertas cuando alguien sale, el roce del dedo contra el papel cada vez que el pasajero de al lado da la vuelta a la página del libro. Se escucha perfectamente.