Acaba de nacer la Cofradía de la trufa del Moncayo, que se suma de a la ya veterana Cofradía de la Borraja y el crespillo de Aragón, que cumple sus primeros cinco años de vida, con lo que nuestra comunidad ya cuenta con dos de estas agrupaciones que son tan habituales en la zona norte de España, a donde llegaron desde la larga tradición francesa, ya que la más veterana de estas cofradías se remonta al siglo XIII.

De entrada, pueden parecer unas instituciones anquilosadas, con toda esa parafernalia de vestimentas, chapas, capítulos, juramentos, etc., o simplemente una excusa para disfrutar de la buena mesa. Que lo son, pero hay mucho más, por lo que se puede y debe justificar su existencia.

De entrada fomentan el asociacionismo y la reivindicación de determinados productos, algo de lo que solemos ir cortos en esta tierra, más dados a las improvisadas lifaras en bajeras y bodegas, que a la estructuración y aprovechamiento de lo lúdico para aunar formación y difusión.

El caso de la borraja es significativo, ya que ha organizado en este quinquenio charlas y conferencias, siempre con la borraja como centro, analizando, por ejemplo, sus virtudes en la lucha contra el cáncer de estómago, amén de catas comparativas y otras experiencias gastronómicas.

Andamos bastante escasos de iniciativas civiles y sociales de este estilo. Nos van más, y es bueno, las fiestas en torno al vino, la longaniza de Graus o la del jueves lardero. Pero sería importante ir aglutinando más colectivos en esta línea, especialmente ahora que parecen consolidarse los cursos de cocina, las catas y degustaciones, o las excursiones diseñadas y organizadas en torno a los productos aragoneses y su gastronomía, desplazándose hasta el origen para conocer a los propio productores.

Pues si desconocemos lo nuestro, difícilmente lo respetaremos y amaremos. ¿Cuántos zaragozanos aprovechan los fines de semana para coger el coche y descubrir productos, tiendas, bodegas…? Y así nos va.