Estos días no dejo de pensar en que el paso del tiempo nos hace a las personas humanas más tolerantes, más comprensivas, también más cínicas. Les aseguro que hace no más de diez años a mí se me hubiesen abierto las carnes por el asunto ése de los cupones de la ONCE que compraron en el Ayuntamiento de Calatayud con dinero del municipio. Ahora me lo tomo con más calma. Seguro que a quienes se les ocurrió ni fueron conscientes de que estaban metiendo la pata. En esto casi considero positivo el influjo del PP, que autoabsolviéndose por adelantado ha puesto muy caros los escándalos. Ahora muy gordo tiene que ser el marrón para que medios y opinión pública lleguen a conmoverse. No deja de tener lógica la cosa porque antes (ya ven ustedes qué ingenuos) nos conmovíamos por casi todo, desde unas almejas gallegas (su consumición sería hoy un acto patriótico por aquello del Prestige) hasta unas rondas de whiskitos en un hotel de campanillas. Hoy en día ni los chalets, ni las jugadas bursátiles, ni las sentencias en firme nos agobian tanto. Atarés y Mur dejaron las cuentas del Ayuntamiento de Zaragoza hechas una dolina en días de lluvia y no han tenido que dar ni la décima parte de explicaciones que los otros . Incluso siguen en el consistorio discutiéndole los presupuestos (con no poca razón) al actual equipo de gobierno.

Tiempo atrás leí un artículo de mi admirado Luis del Val en el que valoraba la era Aznar como un periodo en el que la corrupción había descendido de anteriores niveles bananeros hasta un plano más civilizado y europeo. En este caso no estoy de acuerdo con el colega. Corrupción hay tanta o seguramente más. Lo que ha perdido gas es nuestra capacidad para indignarnos.