La Fundación Emalaikat vuelve a Zaragoza para informar a sus colaboradores sobre cómo andan las cosas por el Lago Turkana.

Se trata de una de las regiones septentrionales de Kenia más atrasadas, en la que este grupo de heroicos misioneros y cooperantes españoles viene desarrollando una labor humanitaria con mayúsculas, a base de formar a los turkanos y de ayudar a sus poblados y clanes a resolver los múltiples problemas que les plantea la vida cotidiana.

Entre ellos, y no el menor, el de la escasez de agua.

Dada la extrema porosidad de la tierra, las lluvias raramente se embalsan, por lo que los períodos de sequía, para un pueblo de pastores tradicionalmente trashumantes, son agónicos.

En busca de soluciones prácticas, los miembros de la Comunidad Misionera de San Pablo comenzaron hace ya bastantes años a construir presas y estructuras hidráulicas en Turkana.

Tras un esfuerzo sostenido y hercúleo, y apoyándose en la generosidad de muchos españoles que han querido contribuir a dignificar aquella remota parte del planeta, han conseguido estabilizar a la población y ofrecer a los turkanos un futuro un poco más esperanzador.

Ángel Valdivia, el sacerdote que se desplazará mañana jueves a Zaragoza, para reunirse en el Hotel Meliá con los colaboradores aragoneses, ha ido un poco más allá. Del Lago Turkana, quiero decir, y seguramente de lo que aconsejaría la más elemental prudencia, pues, acompañado por un puñado de idealistas, se acaba de desplazar al sur de Etiopía, para continuar su obra de evangelización y echar una mano en lo que sea menester.

"Es como si hubiésemos vuelto a tiempos de Jesucristo", nos comentaba, refiriéndose a la atmósfera de la frontera etíope, a esos personajes que parecen como recién salidos de la Biblia y de los Evangelios, del éxodo de los judíos y de antiquísimas guerras de religión.

Una buena oportunidad, en cualquier caso, para acercarnos a conocer de primera mano la labor de estos nuevos evangelistas que realmente piensan en la humanidad más desfavorecida y abandonada, en que hay un deber, una obligación hacia ella, sin que el premio pueda ser otro que una modesta y discreta satisfacción, la de reconocer los méritos propios en los beneficios de los demás, restar los primeros y multiplicar los segundos.