Pedro Pablo Abarca de Bolea, X conde de Aranda, es una de las figuras más importantes que Aragón ha dado a la Historia política de España, llegando a ser presidente del Consejo de Castilla desde marzo de 1766 hasta julio de 1773. Este aragonés nacido en el castillo oscense de Siétamo un primero de agosto de 1719, murió el 9 de enero de 1798 en su palacio de Épila y según conocemos de una pulmonía.

Aranda tenía el genio tozudo y acalorado para defender sus ideas, hombre de gran genio -como decían los contemporáneos que lo frecuentaron-, fumador empedernido de tabaco rapé, de gran capacidad de trabajo con 8 o 10 horas diarias encerrado en su bufete y preocupándose tanto de los temas de estado como de la administración de sus posesiones. Poco agraciado físicamente (fea nariz, estrabismo en el ojo derecho, cuello ladeado y 1,71 de altura), pero, paradójicamente, un resuelto galán y de gran éxito con las mujeres. Un fuerte carácter y unos singulares rasgos físicos que para nada le hacían sentirse acomplejado, conformaban, pues, las peculiaridades más perceptibles del noble de Siétamo en su momento álgido.

EN EL ÁMBITO disciplinal el conde de Aranda presenta una dualidad que a ningún conocedor de la historia se le escapa. Lógicamente hay que decirla. La carrera militar responde a la vocación por antonomasia de Pedro Pablo; pues bien, a una fulgurante trayectoria de ascensos: coronel con 21 años, mariscal con 27, teniente general con 36 y capitán general con 44, hay que añadirle una frustración por no recibir de sus monarcas (sobre todo de Carlos III y Carlos IV) responsabilidades bélicas, a excepción de la guerra contra Portugal en 1762. A cambio, se le aprovecharía para menesteres políticos y diplomáticos que él, con gran patriotismo, sobrellevaría con total dignidad (embajador en Portugal -año 1755-, en Polonia -en 1760- y en Francia durante 14 largos años -de 1773 a 1787); y también sería requerido para la ejecución material, que no siempre ideológica, de algunas decisiones sobre acontecimientos que llegaron a poner en jaque a la propia monarquía. Nos referimos, en particular, al aplastamiento del motín contra Esquilache en 1766 o que la podían desestabilizar como la independencia en el proceder de los jesuitas, desembocando en la expulsión de los religiosos a finales de febrero de 1767.

Aranda volvería a subir a lo más alto de la esfera política a partir de febrero de 1792, reclamado por Carlos IV para asumir el decanato del Consejo de Castilla y la presidencia interina de la Secretaria de Estado. Aunque, muy pronto, empezaría a perder influencia a consecuencia, sustancialmente, de su convincente defensa de una postura pacífica contra la Francia postrevolucionaria, pues la vena militar no le cegaba su gran visión política. Convicción que le granjeó la antipatía de un sector de las altas esferas y, sobre todo, de Godoy, el favorito de la reina María Luisa. En noviembre de 1792 dejó, o mejor dicho le obligaron a dejar, la presidencia de la Secretaria de Estado y en marzo de 1794 comenzó un obligado destierro fuera de la corte de Madrid. Los puntos de marginación del viejo conde se encaminaron hacia Jaén, Granada, Alhama, Sanlúcar de Barrameda y finalmente Épila, villa aragonesa de su dominio que lo acogerá antes de acabar 1795. Y en el ostracismo epilense, Aranda daría el último suspiro.

* Autor de ‘La huella del conde de Aranda en Aragón’.

‘1794. El destierro del conde de Aranda: Sus Memorias’.