En los muros crece yedra

y en las plazas no hay solanas,

contra la lluvia y el viento

se golpean las ventanas.

Viejas historias, nuevas miradas

¿Quién te cerrará tus ojos,

tierra, cuando estés callada?

(José Antonio Labordeta)

Nuestro gran siglo de oro se pregunta por la crisis profunda de una España que ha quemado más de un siglo en excesos y grandezas en tierras europeas y americanas, y se reconoce en debilidades económicas, monárquicas, morales. Tantos libros viajeros desde el Lazarillo y el Quijote (o el francés Joly y el portugués, Labaña), hasta el siglo romántico de los Mérimée, George Sand, Gautier, Dumas, Doré, Borrow, Ford, Humboldt, Amicis, Andersen, describirán con dura acritud un país interior árido y seco, si bien el eco fray Antonio de Guevara mantiene hasta hoy opciones por la paz rural.

Recorren la España interior, por rutas diversas, celebran pintorescas costumbres, originales edificios, ciudades hermosas con notable abandono… y alcanza casi total unanimidad la mirada sobre las tierras secas, distancias enormes casi despobladas (salvo el Norte), y hay quien recuerda malévolo la famosa frase del rey francés: «Europa acaba en los Pirineos». Solo nuestro Ignacio Jordán de Asso, argumenta y vaticina en 1798 un Aragón rico, que podría alcanzar hasta dos millones de habitantes.

La mirada del 98 es preocupada y amorosa sobre una España en crisis colonial, corrupción política, atraso científico y educativo. Estudian con mirada penetrante la centralizadora Castilla desde la periferia (el andaluz Machado, el gallego Valle, los vascos Unamuno y Baroja, el levantino Azorín, el aragonés Costa…) Mirada estética sobre paisajes llanos, cerealistas, aún supervivientes, pero ya con grandes desbandadas, desde las tan discutidas desamortizaciones, destrozadoras de bienes de propios y comunales.

Sergio Campos Cacho da cuenta de casos de castellanos que también miran (además de Julio Senador) hacia la Castilla mísera y como regeneracionistas describen el problema y proponen soluciones: Eulogio Serdán, Emilio Zurano, Ramón Carnicer, Andrés Sorel y Jesús García Fernández. Y, añado, cerrando ese ciclo depresivo, subrayando tendenciosas leyendas antiespañolas, la aparición en 1920, inspirado por Darío de Regoyos y el poeta belga Emile Verhaeren, de La España negra de Gutiérrez Solana, una bomba moral, de la que solo saldrán una década después los Ortega, Marañón, Azaña, Prieto, es, decir, quienes creen que la República arreglará mucha de esas cosas.

Muñoz Molina en el prólogo a La España vacía, libro casi de culto de Sergio Del Molino, afirma: «Más de un siglo ya de divagadores palabreros especulando sobre el ser de España, sobre su existencia primigenia o su inexistencia absoluta, aunque también opresora, o sobre la distancia secular que nos separa de Europa, y nadie ha parecido fijarse en su hecho diferencial más cierto, en su definitiva seña de identidad —por seguir usando el dialecto de la época—: lo que distingue a España, ahora igual que en el siglo XVI, la diferencia con respecto a Europa que atormentaba a los fantasmones del 98, es una cosa muy simple, que se explica con cifras y no con palabras: España es un país en gran parte deshabitado».

En los tres últimos años, recuerda Llamazares al evocar su primer viaje a nuestro Pirineo: «Una generación de escritores jóvenes da visibilidad a la hemorragia demográfica del interior peninsular». Algo parecido ha escrito recientemente Miguel Ángel Villena en una web: «Una nueva literatura, al rescate de la España rural. Varios jóvenes autores convierten los libros sobre el abandono y la despoblación del campo en un fenómeno editorial». Lo malo es que ello no le tranquiliza: es «la media España vacía, una cuestión de Estado sin soluciones a la vista», añadiendo con sorna que «afortunadamente, la agricultura está en los pueblos». Lo cual es cierto pero muchos de los que la trabajan más o menos industrialmente, viven en las ciudades, y su valor en nuestra economía, perjudicado por mercados externos y políticas erradas, es muy bajo respecto al total.

Pero, en efecto, nuevas sensibilidades, miradas históricas, geográficas, paisajísticas, económicas, antropológicas, han añadido un desigual pero significativo listado: Despoblación y abandono de la España rural, de Luis del Romero; Los últimos. Voces de la Laponia española, de Paco Cerdà; Alabanza de aldea, de Adolfo García Martínez; El viento derruido. La España rural que se desvanece, de Alejandro López Andrada; Palabras mayores, de Emilio Gancedo; Vidas a la intemperie, de Marc Badal; o Virginia Mendoza Benavente, que titula su libro con una de las frases más tremendas de las canciones de Labordeta: Quién te cerrará los ojos. Historias de arraigo y soledad en la España rural.

La literatura viajera había ido abriendo camino sobre el mundo rural aragonés. A la cabeza, dos libros excepcionales: La lluvia amarilla, que Julio Llamazares escribió hace treinta años basándose en el despoblado Ainielle en el valle del Gállego, y el emocionante y bellísimo José, un hombre de los Pirineos, de Severino Pallaruelo. Y hace dos años el merecido éxito del periodista y escritor afincado en Zaragoza, Sergio del Molino, ensayo muy culto, claro y reflexivo, libro de referencia. El autor confesaba a eldiario.es las claves del fenómeno: «Creo que la sensibilidad actual de la sociedad española estaba esperando un libro así. Podríamos decir que este ensayo ha conectado con un ambiente, un estado de ánimo, que estaba aguardando ese debate pendiente sobre la España rural».