Podemos creer en Papá Noel, en los Reyes Magos y en que los niños vienen de París. Como también podemos creer que el romanticismo puro y limpio, más allá del que siempre palpitará en el corazón del aficionado, el único que conserva el sentimiento verdadero como bandera eterna, continúa siendo el motor que impulsa el deseo de unos o de otros de ponerse al frente de una Sociedad Anónima Deportiva, incluso como la que nos ocupa, atosigada por montañas millonarias de deudas, por denuncias de todo tipo y condición y azuzada por una crisis institucional de profundidad histórica.

Sin embargo, también en ese escenario de extrema delicadeza, el fútbol todavía conserva aquel viejo aroma de seducción, capaz de fascinar y de atraer a distintos personajes, a inversores conocidos o anónimos, hasta lugares comunes por engorrosos y peligrosos que sean. El Real Zaragoza está inmerso en un nuevo proceso de cambio de manos tras la primera y surrealista venta de Agapito Iglesias con varias sogas al cuello: Hacienda, las exigencias de la LFP, las amenazas de denuncias por impagos y una economía cercana a la quiebra.

Si Hacienda acepta el nuevo calendario propuesto por la SAD, que no hacerlo sería pasar a la historia como el ejecutor del club, y ese no parece un plato de buen gusto, los empresarios aragoneses traspasarán la mayoría de acciones a un grupo mexicano, que aterrizará en la ciudad por alguna u otra motivación. Por negocio, por arrojo inversor, por posicionamiento estratégico, por espíritu aventurero, por ambición... Alguna razón habrá. Lo que es seguro es que de momento no será porque Cupido haya lanzado una flecha transoceánica de zaragocismo y el amor haya calado hasta los huesos. Que sea por lo que sea, pero que, si llegan, entiendan bien dónde están y qué es lo que el zaragocista, desazonado como nunca, espera de ellos. Y qué no.