He leído en alguna ocasión que la cantidad de oro existente en la Tierra es constante. Que puesto que no es posible aumentar ni reducir su cantidad, ésta permanece eternamente invariable, al igual que la mismísima razón áurea o el famoso número Pi: 3,141592... El carácter de la economía moderna también se caracteriza por una constante fluctuación. Variables como el PIB, la tasa de morosidad o el número de afiliados a la Seguridad Social evolucionan bajo la eterna corriente del devenir. Por un lado, cuando experimentamos una tendencia positiva del conjunto de factores que posibilitan el bienestar general, calificamos a dicha etapa de esplendor. Por el otro, tachamos de depresión la fase en la que empeoran de forma conjunta las condiciones de vida.

No hemos encontrado aún, es obvio, las proporciones exactas de la perfección. Una manera correcta y equilibrada de evolucionar. La descarnada competición auspiciada por el capitalismo tan sólo concede espacio a un reducidísimo y privilegiado número de ganadores. El resto, un ingente ejército de perdedores, participa moribundo en una especie de truculentos Funny Games. El último anclaje de la economía lo constituye el que todo quede reducido a perder o a ganar. El furor individualista que desata la escasez de miel sume al resto de la población en la hiel. Mientras el PIB per cápita de Luxemburgo asciende a 80.000 dólares anuales otros países como Bangladesh, con más de 150 millones de habitantes, apenas superan los 2.000 dólares al año en paridad del poder adquisitivo

En España, el 20% de la población con menos ingresos acumula el 6% de la renta nacional, mientras que el 20% con ingresos más altos abarca en torno al 40% de la renta global. Fases anormalmente extensas de depresión o radicales acrecentamientos de la desigualdad mundial no reflejan sino áureos destellos de corrupción. Y tras la explosión de otra gran constante universal, retornamos de nuevo a la oscuridad.