Alexander Payne es uno de los grandes retratistas de perdedores del cine americano. Sus protagonistas son hombres que de repente ven cómo el mundo que daban por supuesto se derrumba bajo sus pies. Un maestro que pierde su trabajo, su matrimonio y hasta las facciones de su rostro (Matthew Broderick en Election); un jubilado que al enviudar lo pierde todo excepto una crisis existencial mayor que al retirarse (Jack Nicholson en A propósito de Schmidt); un cretino que, a punto de casarse, se da cuenta de que sabe mucho de vino pero nada de la vida (Paul Giamatti en Entre copas)... Gente así. Gente como el protagonista de su nueva película, un tipo incapaz de lograr nada. Ni siquiera que los demás pronuncien bien su nombre.

CUERPOS QUE EMPEQUEÑECEN

Decir que Una vida a lo grande habla de gente cuyo cuerpo empequeñece hasta un tamaño ligeramente superior al de un saltamontes inevitablemente trae a la mente Cariño, he encogido a los niños (1989). Obviamente no es eso; de lo contrario no sería una película de Payne, ni la protagonizaría Matt Damon, ni estaría inaugurando la Mostra. Es algo mucho más ambicioso: una parábola sobre quiénes somos y cómo vivimos. Esa es la idea. Y la película la materializa solo a medias.

El mundo en el que Una vida a lo grande transcurre es un lugar superpoblado y supercontaminado en el que los recursos naturales escasean y las desigualdades crecen dramáticamente. La reducción física de la población, descubierta al principio de la película, solucionará todo eso. En la práctica, sin embargo, los motivos por los que la gente decide empequeñecerse no tienen nada de humanitarios. Unos lo hacen para superar penurias económicas, otros para enriquecerse explotando a los demás, otros para migrar ilegalmente.

Para contemplar ese proceso Payne nos lleva de la mano de Paul Safranek, el tipo de individuo deprimentemente normal que solo Tom Hanks interpreta tan bien como Damon. Paul y su esposa (Kristen Wiig) deciden encogerse pero en el último minuto, cuando él ya se ha sometido a la intervención, ella se echa atrás.

Decíamos que Una vida a lo grande (estreno, 22 de diciembre) materializa sus ideas a medias, y literalmente es una película dividida en dos mitades. Y la primera de ellas es extraordinaria. Payne logra dotar de total verosimilitud una premisa ridícula, en buena medida por la destreza con la que la envuelve de interrogantes fascinantes, sobre qué contribución haría la gente pequeña al entramado social y de qué derechos deberían gozar, y sobre el impacto negativo en la economía.

En la segunda mitad, sin embargo, Payne deja de explorar a fondo el fascinante mundo que ha creado para cerrar plano sobre Paul y su odisea personal, a través de la que descubrirá que cuando una puerta se cierra otras dos se abren y que nunca es tarde para convertirnos en quienes estamos llamados a ser. El problema no es solo que esas reflexiones son más bien típicas, sino que las articula torpemente.

Los daños que su presencia causa en la película son solo moderados. Payne vuelve a demostrar qué bien se le da equilibrar lo absurdo y lo conmovedor, y provocar la hilaridad sin convertir a sus personajes en caricaturas. En realidad, Una vida a lo grande es en última instancia menos criticable por lo que se conforma con ser que por todo lo que podría haber sido.