El amor entre el hombre maduro y la mujer joven ha sido un asunto ampliamente abordado en literatura, entre otras cosas porque es un territorio rico en conflictos, contradicciones y tabús; un territorio freudiano -se crea o no en esa religión-; un territorio sexual y paternal a la vez (o que puede serlo). Lolita es su expresión más radical y hermosa, dirían muchos, y Philip Roth se regodeó en el sexo, lo cual no quiere decir que no hiciera más que eso.

En esa tradición se enmarca el libro del neoyorquino Richard Stern Las hijas de otros hombres (Siruela, publicada originalmente en el año 1973), que ya desde el título anuncia su adscripción a la corriente. He aquí la historia del cuarentón Robert Merriwheter y la veinteañera Cynthia Rider. El escenario: Cambridge. El tiempo: la década de los años 60. Las circunstancias: él está casado y tiene cuatro hijos.

De entrada, todo nos resulta familiar: él es profesor en Harvard y ella es estudiante. Él para ofrecer tiene su experiencia, su cultura, su sentido del humor, su saber estar; y un aspecto de los que no producen repulsión. Ella tiene la juventud, el abandono, la libertad y la ligereza; y una inteligencia seductora. La historia previa de hastío marital que arrastra el protagonista abona el terreno para que la oferta de amor juvenil de la joven Ryder sea correspondida, aunque para hacerlo, Merriwheter debe vencer su propia reticencia. Se encuentra estratégicamente al comienzo de la novela la escena en la que el narrador describe una cálida velada familiar y firma con el comentario de que «el doctor Merriwheter» sentía allí «una seguridad ancestral». El adulterio es peligroso porque compromete lo fundamental. No tanto la esposa como la familia. No tanto el matrimonio como el lugar de nuestro hombre en el mundo.

DOS PERSONALIDADES

Como todo sujeto infiel, Merriwheter vive dos historias y asume dos personalidades, y Stern acopla su narración a ese desdoblamiento de un modo que es prácticamente un homenaje al concepto de contrapunto. Crece por un lado y decrece por el otro. Avanza por aquí y retrocede por allá.

Está reinventando su vida Merriwheter, y de semejante tarea brota una tensión permanente entre lo que ha sido y lo que puede ser que Stern atrapa con una prosa delicada, precisa y admirablemente atenta a los detalles. Si la mujer que irrumpe en la vida del protagonista para espolear su hartazgo es una joven veinteañera es porque un personaje así acentúa por contraste la envergadura del cambio. La historia de Las hijas de otros hombres es la historia de una reescritura dolorosa.

Esa mirada a dos realidades paralelas y mutuamente alimenticias es la que justifica que durante extensos tramos de la novela el personaje de Ryder desaparezca. Pero es que hay dos personajes femeninos, y no es menor el peso que tiene en la historia la esposa del protagonista, Sarah, encarnación de la devastación vital de Merriwheter y a la vez símbolo de ese nido de seguridad que le cuesta abandonar. Es amargo el trago, pero los cambios profundos nunca fueron fáciles, ni en la literatura ni en la vida real.

LAS HIJAS DE OTROS HOMBRES

Richard Stern

Siruela