-Vuelve sobre el periodo de la Transición, aunque en esta novela, ¿es más una transición moral?

-Es una transición moral porque está ambientada en la política pero es una transición personal, de la infancia a la edad adulta. Y eso sí que es un problema moral, cuánto queremos claudicar. Todos nos hacemos adultos, la vida no es como yo pensaba y tengo que claudicar, acomodarme, transigir y pierdo cosas y gano otras. La transición siempre es una transacción. El protagonista es un chico que había estado en un colegio de monjas durante 40 años, y de pronto sale a la calle y tiene que tomar una serie de decisiones morales y las toma, se equivoca y luego rectifica.

-¿Le sucede como al país, que se ha creído cosas que no son?

-Claro, nos hemos creído que somos Suiza y no, no lo somos ni de broma. Y sobre todo tampoco nos hemos mirado mucho, hemos dicho nosotros no tenemos ningún problema y vamos a sacar esto adelante porque no tenemos problemas. Tenemos que mirarnos más críticamente a nosotros mismos. Eso es el paralelo entre la transición personal y la política. Este personaje sí, tiene cosas atractivas, pero en el fondo no es nada bueno. Y por fin lo sabe y es cuando ahí ya empieza a poder atreverse a querer a los demás y a poner un poco de sentido a su identidad.

-¿En qué sentido?

-Porque la novela, como todas las de huérfanos, es una novela sobre la identidad. Se ha criado en lo que ahora llaman el nacionalcatolicismo, echa de menos a una gente despreciable a la que no debería echar de menos pero les echa de menos y yo creo que esa impostura no es propia de mi personaje sino de todo el mundo. Yo siempre digo eso de si te hacen un TAC o un análisis de sangre y te sale mal, el 99% de la gente dice «hostia, ahora tengo que ocuparme de lo que de verdad me importa, mi vida es falsa». Eso nos pasa a todos pero, ¡haberlo pensado antes! Tu vida ha sido falsa siempre y así de duro. Echamos de menos algún momento de autenticidad y pensamos que es la infancia lo es pero lo cierto es que la tenemos mitificada, entonces las cosas que nos pasaban nos pasaban de verdad mientras que ahora todos nos sentimos impostores haciendo de escritores, periodistas, consejeros delegados, de padres de familia...

-Es una novela que inquieta, ¿esa debe ser la misión del escritor?

-Sí... hay escritores que escriben para satisfacer la buena conciencia de la gente, para que se sientan reconciliados consigo mismos que es como los fariseos, fíjate los malos que son los demás y yo qué bueno. La literatura tal y como la entiendo yo tiene que intentar sacarle los colores al que lee y a uno mismo ¿eh? Para lo otro ya están Walt Disney, Hollywood...

-¿Peca la sociedad de buenismo?

-Yo no lo llamaría buenismo sino fariseísmo porque la moral del fariseo consiste en decir yo soy bueno porque ese otro es malo. Y ahora pasa lo mismo, qué malos son los que comen carne de animales pero tú llevas unos zapatos hechos en China por esclavos humanos. Construimos sobre el cimiento de la maldad de otros nuestra propia bondad y eso es muy peligroso. Jesucristo es un hombre que no me cae mal, lo que más detestaba es el fariseísmo y deja a los demás en paz. Ahora todo el mundo dice «es que hoy he comido semillas de amapola» ¡Pero que no eres un pájaro! Y tú qué has comido, ¿animales muertos? Me los puedo comer vivos si quieres...

-La novela está atravesada por el sentido humor a pesar de todo.

-Yo creo que la novela, sé que suena muy raro y original, trata de la vida. Y, al menos la mía y de toda la gente con la que trato y conozco, está atravesada por el sentido del humor. A mí no me gusta una novela en la que no haya sexo, me aburre, porque en la vida y en todo hay una atracción sexual: no me gusta una novela que no haya tragedia y por supuesto en la que no haya sentido del humor porque yo no hay día en el que no me haya reído a carcajadas porque si no no se puede vivir. Yo defiendo que la novela trata de la vida y la vida es compleja y muy rica y en las novelas tiene que haber de todo.

-¿Qué papel cumple el personaje de Pardeza en la novela?

-Es el tonto oficial, el sentido común de la inmensa mayoría. La losa del sentido común cayó sobre todos nosotros con el referéndum de la OTAN. Estábamos en contra de la OTAN, el primero Javier Solana. Yo estuve gritando y dando botes al lado de él gritando «OTAN no, bases fuera» y luego ha ordenado bombardear Yugoslavia. ¿Cuándo hemos pensado que el sentido común nos obligaba a todo esto? ¿Cuándo hemos dicho no, es que tenemos que ser sensatos? Yo echo de menos la época en que éramos insensatos. Hay que atreverse a vivir ya que la realidad va a ser lo que pueda ser pero hay que atreverse a pedir lo imposible para conseguir lo mejor de lo posible. ¿Quién quiere democracia? Yo no quiero democracia, yo quiero mucho más. La democracia a mí me parece una cosa pequeñoburguesa.

-¿La muerte nos iguala a todos?

-No creo que eso sea discutible, eso lo sabían ya los clásicos, todos morimos igual y la muerte es igualadora. La vida es un proceso químico que crea conciencia y es algo maravilloso, estoy contento de poder experimentarlo pero como decía mi abuela, aquí no nos quedamos ninguno, morimos todos iguales, muy solos, tristes y con mucho miedo. Pero no pasa nada, como decían los clásicos, la muerte y yo nunca vamos a coincidir porque cuando ella llega yo ya no estoy. Hay que intentar aprender a bien morir. La fe en algo más allá de la muerte es lo que no nos hace libres y eso lo han dicho Freud y muchos más clásicos.