Si el cielo está vacío, bien puedo hacer de Dios. Una vez caído en esa cuenta, y viendo lo que hay alrededor: hombres cordero que chapotean sin grandeza alguna; zalameros, indignos y sin orgullo, capaces de soportar cualquier yugo con tal de conservar incluso una vida de mierda, lisonjeros con el poderoso y tiranos con el débil, y acaso, en algún rincón, un ejemplo de ser civil, una especie de héroe que, ése sí, mantiene el eje vertical para tratar de convertir la vida, aunque sea ese improbable tiempo entre un nacimiento siempre caprichoso y una muerte inaplazable, en un recreo con derecho a buscarse algún que otro momento de eso que llamamos pomposamente felicidad, o derecho a ser feliz. Si esto es así, y Calígula piensa que lo es, cualquiera, él mismo, puede hacer de Dios. Y lo hace, en su versión más atroz y con plena conciencia.

Dicho esto apresuradamente, porque la pieza es un filón de sugerencias para la reflexión densa -con algún que otro pocillo de retórica rimbombante, si se tiene derecho a algún pero- hay que señalar que el Calígula de Camus es uno de los textos más evocadores de la historia del teatro de pensamiento, en el que se dialoga sobre el poder, la libertad, el miedo, y la muerte inevitable. Demasiadas cosas para ser convenientemente cumplidas en dos horas escasas. La pieza suele asumirse sin cuestionar ni una coma, casi como palabra revelada, acaso eligiendo maneras de interpretarla en la escena; y no se puede negar que la oralidad del texto bien servido por los actores logra el efecto casi litúrgico de poner a escuchar a una cierta muchedumbre, que es algo casi fenoménico en los tiempos actuales; así que aplausos a Camus, a Gas, a Derqui y a toda la compañía.

Camus riega sus textos con abundantes apotegmas llenos de sugerencias -«nunca tendré la luna»- como forma de aceptar los límites de cualquier poder, y la consiguiente frustración. O «los hombres mueren y no son felices». El mismo sátrapa, tirano y generador de terror, infelicidad y muerte aparece en ocasiones como un pobre adolescente irritado por el juguete que le falta. La comprensión infinita de Cesonia y la fidelidad perruna de Helicón el exesclavo agradecido, son figuras eternamente reconocibles, como los pelotas y lameculos del poderoso, que siguen vigentes y multiplicados en todas las escaleras de cualquier poder, por pequeño que sea. Destacar la figura de Quereas, a quien Camus otorga la dimensión casi de un héroe civil, y el mismo Mario Gas cuida dándole un gesto pleno de dignidad, aunque sea para la vida posible, legítima, de los humanos sin infección teológica, ni gasto en psiquiatra.

El papel del joven poeta digno, dividido entre la admiración (mal explicada a mi juicio en el texto) y el odio por la muerte del padre, es un añadido un tanto voluntarista del valor del arte como redentor de conductas, por decirlo así; algo desmentido constantemente por abundantes ejemplos.

En fin, y a la postre, parece que la tesis terrible es que la única libertad posible es la del poder supremo desprovisto de responsabilidad, impune y totalmente amoral. El de la república de Saló que filmó Pasolini hace años. Una aberración que se avisaba entonces como grano monstruoso y exagerado, y que el tiempo ha mostrado como perfectamente posible: en África, en Extremo Oriente, incluso más cerca, hay poderes vigentes que comen y beben carísimamente con Calígulas de primera, segunda y tercera regional preferente. Aunque sin los vuelos elocuentes de la criatura de Camus.

Todo el reparto está en su función de manera intachable, y el Calígula de Pablo Derqui sortea bien los peligros de un personaje sin contornos, a fuerza de tenerlos todos posibles. Ya no puede ser un Hamlet cabreado, ni un pensador enloquecido -Hanna Arendt y otros muchos han explicado que el mal no es loco, que puede ser un hombre común lleno de virtudes secundarias. Calígula no es un personaje al uso, es un artefacto pensante que contiene algunas de las contradicciones y anhelos humanos, y seguramente no caben en un personaje de dimensión humana reconocible, así que en Calígula tenemos un discurso viviente, y eso es difícil de concretar de manera creíble para cualquier actor.

Agradecemos a Derqui el esmerado cuidado en una dicción con todos los matices de un texto endiablado, que sirve con gran expresividad, elocuencia y sentido, y con la hoguera del corazón ardiendo en toda la función. Aplausos merecidos para él, para la Cesonia de Mónica López, brillante y contenida, sin resta de intensidad, para el sereno y perfectamente compuesto Quereas de Borja Espinosa; y en general para todo el reparto. Y reconocimiento también a Mario Gas, que ha limpiado la puesta en escena para que se destacara sobre todo la palabra y el gestus de cada personaje. El espacio de Paco Azorín sugiere a veces un paño de nichos de cementerio, con los huecos insinuados en sonrisas torcidas esperando a sus ocupantes. Un plano inclinado o fachada tendida que sostiene a todos los sujetos del drama como lo que son, lo que somos, un chiste algo desmesurado, pre cadáveres en el recreo esperando la hora de volver a la pura nada.