Parafraseando el dicho, podría afirmarse que no hay mejor forma de halagar una película que hacerle un remake, especialmente si se trata de uno tan fallido y a la vez tan cargado de ínfulas como el que ayer presentó su candidatura al León de Oro: Suspiria, nueva versión de Suspiria (1977), que es una de las películas más importantes de la historia del cine de terror y, probablemente, también de la del cine a secas. Pese a ello, y a los elogios que le dedicó ante la prensa, es probable que al director Luca Guadagnino el original de Dario Argento ni siquiera le guste; solo se explica que, en lugar de rendirle homenaje, la nueva película trate más bien de completarlo o -peor aún- de arreglarlo.

Es posible que Guadagnino viera la película de su compatriota y decidiera que su historia no tenía sentido. No comprendió que precisamente de eso se trataba. Para Argento, la historia -de una joven estadounidense que ingresa en una escuela de danza alemana, en Berlín, ignorando que el lugar en realidad acoge una malvada comunidad de brujas- era solo una excusa para ponernos los pelos de punta a través de una combinación fascinante de luces, colores, sonidos, ángulos de cámara e imaginativas coreografías de asesinatos.

Ahora, Guadagnino ha aprovechado esa misma premisa -Dakota Johnson da vida a la joven estadounidense, Tilda Swinton a la profesora de danza- para explicarnos lo que él cree que Argento en realidad quería decirnos pero no supo cómo: que en Suspiria la brujería no es sino una metáfora sobre la culpa nazi y las heridas que causó en la sociedad alemana. Y la nueva película dedica tantos y tantos minutos a insistir sobre el asunto -dura 152 minutos, frente a los 97 de la original- que, como resultado, durante buena parte del metraje la protagonista es una convidada de piedra en su propia historia.

LAS ESCENAS DE VIOLENCIA

También a consecuencia de esa obsesión por sobreexplicar, el remake en ningún momento llega a funcionar como cine de terror. También es verdad que, por otra parte, tampoco lo pretende -probablemente, a Guadagnino le parezca un género de segunda clase-. Al margen de una honrosa excepción, las escenas de violencia sobrenatural o bien ofrecen el tipo de esteticismo arty del que su director ya abusó en Yo soy el amor (2009) y Cegados por el sol (2015) o, en el peor de los casos, imaginería propia de videoclip noventero.

De hecho, es tal el desinterés de la película y de Guadagnino por manejar la emotividad del espectador que no tarda ni cinco minutos en desvelar su propio misterio. Desde el principio se nos explica quiénes son los monstruos en esta historia, qué quieren y qué son capaces de hacer para lograrlo. ¿Para qué seguir mirando?

Si Suspiria utiliza su modelo para alejarse sustancialmente de él, la otra película presentada ayer a concurso para optar al León de Oro prefiere seguir el suyo a pies juntillas. Frères ennemis, del francés David Oelhoffen, cuenta una historia que el cine criminal ya ha contado mil veces antes: la del agente de policía que de niño creció en el gueto y que, años después de abandonarlo, debe volver a él para arrojar todo el peso de la ley sobre sus viejos amigos de infancia.

Para ello pone en pantalla tiroteos en plena calle, montones de bolsas llenas de cocaína y situaciones que plantean dilemas morales a ambos lados de la ley, algo manidos pero sin duda muy efectivos. Lástima que el nervio exhibido por la película durante su primera mitad se vaya diluyendo a medida que la progresión dramática se estanca, los personajes actúan de forma cada vez más ilógica y se impone el melodrama.