Siempre va a quedar la duda, podrida en los corazones. ¿Por qué la reforma del piso se convirtió en la construcción de los sombríos portalones del infierno? ¿Fue por las explicaciones erróneas de Gonzalo? ¿Por la obcecación de Elena con seguir adelante? ¿Por la testarudez del ruso? ¿Por el odio atávico que la clase obrera siente por la burguesía, aunque hablemos de una burguesía precaria del siglo XXI? Qué más da. Qué importa todo eso. Todavía tiene que pasar otra semana, tiene que llegar octubre para que el ruso se preste a empezar la obra. La paz y la alegría ya han desaparecido para entonces. Elena sabe que Gonzalo ha dado mal las indicaciones. La discusión ha sido irritante e improductiva como un picor. Una de esas peleas de pareja en las que uno de los dos intenta apartar la culpa atacando, de las que no terminan nunca y se repiten días después en los mismos términos. Hoy Elena ha acabado llorando y Gonzalo le ha preguntado si tiene la regla. Siempre que Elena pierde un poco los papeles sale Gonzalo con que si tiene la regla. La tiene, ¿y qué? A lo mejor la regla le permite sacarse de dentro la mala hostia que va acumulando por todas las tareas de las que Gonzalo se escaquea disimuladamente.

Cierto: cuando el ruso por fin aparece, es evidente que tampoco ha interpretado correctamente las indicaciones que le dio Gonzalo. Ha llegado lleno de iniciativa y, casi sin mediar saludos, como si tuviera mucha prisa por acabar la obra que ha postergado tantas semanas y mandarlo todo al cuerno, anuncia que va a empezar quitando las lámparas halógenas del salón. Elena se alarma y despliega con él una amabilidad cercana a la sumisión. Con muy buenas maneras trata de convencerlo de que no se suba a esa escalera de mano sucia de pintura, le invita a pasar al patio con los gestos serviles de un mayordomo y su mano derecha traza una ligera reverencia que Gonzalo condena de reojo con chasquido desde detrás de su ordenador. Pero el ruso señala las lámparas halógenas e insiste en que tiene que cambiarlas. Gonzalo se levanta, no para dirigirse al ruso, sino para susurrar a Elena que él no le dijo nada de las lámparas. Ella lo fulmina con la mirada que significa: si no vas a ayudar, lo mejor es que te pongas en tu ordenador y te calles.

Empieza entonces una negociación que recuerda a las de la ONU, pero sin traductor simultáneo. El ruso parece escuchar a Elena con una mueca susceptible. «Lo que necesitamos no es cambiar las lámparas, sino, ven por aquí, tirar el tabique de esa puerta, quitar la puerta y colocar las correderas de cristal que te mandé por WhatsApp, tienes las medidas en este papel y marcas en la pared, ¿ves?» El ruso dice que los vecinos verán lo que hacen, a lo que Elena responde que ya tiene las cortinas para evitarlo. Se las puede enseñar si no la cree. El ruso, a regañadientes: «Vale, tú dices, tiramos pared».

Fuera, en el patio, le explica que hay que poner en el suelo las baldosas que eligió, que por cierto están apiladas ahí. El ruso las mira con disgusto y asiente. Quiere Elena también que el ruso pique la tapia hasta arriba, que vuelva a enyesarlo todo y que pinte con el amarillo amargo que hay en esos dos cubos de ahí. El ruso opina que la pared es mejor de color rojo, como en su casa. Elena asiente, dice que prefiere el amarillo amargo y pregunta si está todo entendido. El ruso murmura (en su idioma) que «esto va a parecer un prostíbulo», pero asiente. «Todo okey, señora».

Sin más, vuelve al salón y, ante la mirada perpleja de Elena y de Gonzalo, vuelve a encaramarse a la escalera que ha puesto debajo de los halógenos. «Pero Grigori», protesta Elena. «¿Qué quiere?» «Que los halógenos no hay que cambiarlos». «Gasta mucho luz». «Pero tenemos el presupuesto muy medido, Grigori, solo vamos a hacer las reformas que te hemos dicho en el patio». «Cambiar esto mierda ser muy barato». «No, en serio, Grigori, por favor». El ruso piafa como un jumento, se baja de la escalera, la pliega, se la coloca bajo el brazo con la facilidad con que se transporta una barra de pan en un hermoso día de primavera por las calles del barrio latino de París, y se encamina a la salida sin decir una palabra. «¿Te vas?» La mirada del ruso es recriminatoria. En tono de reproche dice: «Yo trae material para cambiar luz en techo, tú no quieres, pues vale, no problema, yo mañana viene con material para hacer patio». «Bueno, de acuerdo, Grigori, ¿a qué hora vendrás?» «Mañana yo viene en mañana». Y se larga. Gonzalo intenta bromear con Elena, pero ella lo manda a paseo y sube a trabajar en la cama con su ordenador.

Mañana, el sexto capítulo: ‘Leningrado’.