He aquí una novela que podría ocupar una temporada entera de Black Mirror avergonzando a Charlie Brooker, su creador. Cierto es que el lector deberá pasar por alto que a veces Ian McEwan nos dé gato por liebre, como por ejemplo al no justificar de un modo convincente por qué Charlie, el bróker doméstico que hace las veces de narrador, quiera gastarse el dinero de su herencia materna en un robot perfectamente humano. Sabemos de su querencia por la inteligencia artificial, pero ¿para qué quiere a Adán? ¿Como un criado? ¿Como una mascota? ¿Como un potencial rival amoroso? Sus motivaciones son un misterio, por mucho que sirvan como motor, narrativo y conceptual, para que McEwan ponga en circulación una pertinente batería de materias para reflexionar sobre la sociedad contemporánea, no solo en relación al viejo tema del despertar emocional de la robótica, tan caro a la literatura de ciencia ficción, sino a sus preocupaciones de siempre: la culpa, la responsabilidad moral, los secretos que envenenan las relaciones de pareja, el peso de la Historia en nuestra conciencia.

Así las cosas, lo que, en un principio, puede parecer una decisión arbitraria -el hecho de situar la acción en un 1982 ucrónico: Gran Bretaña ha perdido la guerra de las Malvinas contra Argentina; el padre de la cibernética, Alan Turing, no se ha suicidado; la inteligencia artificial ha dado sus frutos antes del siglo XXI-, se nos revela como una singular operación de desplazamiento histórico. Es, claro, una forma de profetizar el desastre posbrexit en un país a la deriva mientras la tecnología pone en crisis la relación con el otro. El telón de fondo de Máquinas como yo es una sociedad caótica, mientras en primer plano se desarrolla un triángulo amoroso francamente extraño, en el que la debilidad de un androide no reside solo en rendirse al objeto amado sino también en su actitud ambivalente ante lo que ello supone, esto es: traicionar a su amo e independizar su conciencia programada para juzgar la paradoja de lo humano.