En el curso del siglo XVIII, la población de Europa, sin saber muy bien cómo, acertó a poner fin para siempre a los temibles brotes de peste. La última gran epidemia en España tuvo lugar en 1685; la de Francia apareció en 1720; y en cuanto a Italia, aquel momento llegaría en 1743. Fue durante aquellas decisivas décadas cuando los países más occidentales, viendo que los impactos de la plaga ya no se producían con la fiereza y la frecuencia de antaño, optaron por tomar medidas cautelares de gran excepcionalidad, cuidándose mucho de mantener relaciones comerciales con otros países del este que todavía sufriesen los embates de la enfermedad. Y es así que a mediados de siglo la ciudad de Venecia blindó sus salidas al Adriático con buques de guerra, y que -tras comprobarse la efectividad de esta prevención-, otros puertos importantes como el de Nápoles o el de Cagliari, acabaron haciendo lo mismo.

Un efecto reseñable de tal proceso es que la población aumentó por primera vez en muchísimo tiempo, siendo ese crecimiento de carácter moderado en algunas regiones del continente, y muy sorprendente en otras (como pasó por ejemplo en Inglaterra, que hacia finales de la centuria prácticamente había duplicado el volumen de su contingente humano, sobrepasando ya los 9 millones de habitantes). Muchas veces se han destacado las supuestas nuevas medidas en materia de higiene y salud pública para explicar tanto la regresión infecciosa de la peste como el crecimiento poblacional de muchos lugares, pero no sería justo dar demasiado peso a una cuestión que, en la mayoría de las ocasiones, las urbes europeas no se tomaron en serio. Ya no es que las ciudades no soliesen hallarse ante la misma tesitura que hubo de encarar Lisboa, que tras el espantoso terremoto de 1755 tuvo forzosamente que levantarse de nuevo (aplicándose entonces medidas urbanísticas de vanguardia), sino que los europeos de cualquier lugar muy raramente encontraron la oportunidad de beber cotidianamente agua limpia, y que, a juzgar por las condiciones generales de sus vidas, hoy diríamos que con ellos se estaban cometiendo verdaderos abusos.

Nuevas enfermedades hicieron su aparición poco a poco: la disentería, el tifus, la tuberculosis pulmonar, la gripe, la malaria, y la sífilis fueron algunos de los males con los que nuestros antepasados tuvieron que enfrentarse. La esperanza de vida era bajísima; no llegaba a los 40 años en la provincia valona de Brabante, mientras que en la ciudad bohemia de Pilse solo la mitad de los niños que nacían llegaban a cumplir el quinto año de vida. Y aun así la población llegó a aumentar (hasta ese punto habían sido efectivas las políticas matrimoniales impulsadas por la Iglesia, en el mismo grado que inútiles las medidas individuales de control de natalidad, que en resumidas cuentas se limitaban a la inmemorial práctica del coitus interruptus).

Recordaba el historiador E. P. Thompson que el siglo de las Luces había sido también la época en la que se multiplicaron los tipos de delitos que se castigaban con la pena capital, que se deportó a gentes extranjeras como nunca, y que fue realmente entonces, justo al iniciarse la llamada “revolución” agrícola que terminó siendo industrial, cuando el entorno rural se empobreció decisivamente y los campesinos dejaron de ser propietarios de sus tierras. La cuestión prioritaria, con todo, tenía que ver con la pobreza, que se expandió por aquel entonces como nunca por todo el continente; y por supuesto que la pobreza había existido siempre -en principio no habría que dudar de ello-, pero por lo menos hasta ese momento quien había caído en la desgracia del vagabundeo y la mendicidad, lo había hecho tras haber sido víctima de un contundente revés de la vida, y no porque desde su nacimiento no se le hubiese dado otra opción alternativa. Así pues, podemos afirmar que en el siglo XVIII, produciéndose los primeros indicios de superpoblación en muchas regiones, se condenó a multitudes de jóvenes en edad de trabajar al paro, a la inactividad, sentenciándoseles en consecuencia a una vida de miseria no solamente para ellos, sino también para sus descendientes.

En el año 1774 un tabernero vienés llegó a estar tan agobiado por las deudas que cuando su mujer quedó embarazada por segunda vez, la degolló a ella primero y a su hijo de nueve meses después, para a continuación arrojarse él al Danubio. Unos años antes, un londinense le había preguntado a un amigo en una carta: “¿No cree usted que el excesivo tamaño de nuestras metrópolis es una de las principales causas de la frivolidad, holgazanería y corrupción de estos tiempos?”. Más que una pregunta, se diría que lo que este hombre manifestaba a su amigo era una queja, pues la pobreza era a su parecer excesiva y llegaba incluso a incordiar. “Hasta este mes -dejó en cambio por escrito un diplomático extranjero desde París en 1749- las calles de la capital se hallaban plagadas de vagabundos y mendigos de toda condición, de forma que era imposible detener el coche un instante, en cualquier parte de la ciudad, sin que diez o veinte de ellos te rodearan inmediatamente”. Y el propio diario británico Herald, or Patriot-Proclaimer, se refería el 24 de septiembre de 1757 al hablar de los sintecho en estos términos: “[deploramos] su desprecio de todo orden, su frecuente amenaza a toda justicia, y su extrema propensión a los levantamientos tumultuosos por el más leve motivo”.

El nuevo tipo de pobreza que surgía, absolutamente incomprendido y hasta perseguido, quedó etiquetado con el neologismo de “trabajadores pobres”, una denominación no exenta de cierto halo de rechazo generalizado, ya que todo el mundo tendió a pensar que quien siendo joven y fuerte no trabajaba, era porque no quería. La experiencia de Bruselas, que sufrió serios problemas por el número de desempleados que alcanzó y por las oleadas de criminalidad que seguidamente se produjeron, justificó de alguna forma el fortalecimiento policial. Por todas partes aparecieron, pues, centros de reclusión que decían ser de beneficencia, y se produjeron arrestos, se condenó a trabajos forzados, se edificaron cárceles de pobres, e incluso se creó en ocasiones un servicio militar obligatorio para aquellos que no pudiesen mantenerse a sí mismos.

Unas soluciones que nunca funcionaron y que, al promover la intolerancia entre ciudadanos, motivaron la reflexión de los filósofos de la época con vistas a desarrollar vías de abordar el tema más humanitarias. Ya en 1705 apareció el Tratado de las enfermedades del comerciante de Bernardino Ramazzini, que por primera vez abogaba por la seguridad laboral en entornos de verdadera explotación; en 1780, el escritor Ludovico Muratori pensó en un sistema de educación pública y de construcción de hospitales para aplacar la pobreza juvenil en Normandía; y en 1755, Jean-Jacques Rousseau publicó su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, un texto asombroso y de lectura obligada aún hoy, donde el autor elucubraba sobre el concepto de injusticia, que en su opinión no es congénito en nuestro género, sino simplemente adoptado a través de la civilización: “El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir Esto es mío, y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil”.

Con todo, no fueron estas las nociones que calaron en las mentes de quienes manejaban las riendas de los estados. La tesis a la larga implantada y defendida, en cambio, sería la desarrollada por el holandés Bernard Mandeville en La Fábula de las Abejas (1714), donde, partiendo del supuesto de que el hombre es egoísta por naturaleza, animaba al consumo de productos de lujo y al mantenimiento de gente humilde en las ciudades, pues eran estos quienes permitían la vida privilegiada de unos pocos: “Para que la sociedad sea feliz y la gente se sienta cómoda bajo las peores circunstancias, es preciso que gran número de personas sean ignorantes además de pobres”.