Estamos entrando en una desorientada inestabilidad debido a la variable información que, cada día, nos va llegando sobre el Covid-19, es por ello que he querido desviarme de la linde que nos tiene en este impasse, yéndome por otros derroteros sobre lo que hoy o siempre ha supuesto posicionarse en un estado de opinión, de «crítica de la razón pura» o no, pero de ese sano ejercicio que es la libertad de desarrollar y comunicar un pensamiento, un criterio de nuestras verdades relativas que, en boca de Ortega y Gasset, serían en detrimento de las que fueran absolutas pero que, en cualquier caso, las debemos de defender aunque sea a riesgo de equivocarnos.

Cultivar la crítica u opinar de manera positiva o negativa, es uno de los ejercicios más saludables que puede practicar cualquiera, tanto como llevar una dieta mediterránea. Hacer ese ejercicio ayuda a mejorar nuestro intelecto, a posicionarse en un estado reflexivo hacia el conocimiento de la realidad, si además va acompañada con una voluntad de imparcialidad y de probidad, pues miel sobre hojuelas. Fomentaremos un estado de crédito y respeto. Sin embargo para que cumpla con sus objetivos no debe de estar condicionada por factores externos que impidan su desarrollo.

La opinión crítica tiene la posibilidad de arrojar luz sobre aquello que forma parte de nuestras vidas, aportando sapiencia sobre fundamentos como el arte, la ciencia, la ética, la economía o la política. Su herramienta más preciada es el lenguaje, imprescindible para comunicar, convencer y persuadir, pero éste debería de estar basado en la objetividad.

Los sofistas en la antigüedad practicaron una locución con dotes de retórica y dialéctica llegando a conseguir gran influencia en la población; salvando las distancias, se podría decir que es algo inherente en nuestro devenir. Hoy estamos acostumbrados a ver, oír y leer opiniones en todos los medios existentes de comunicación, esta maquinaria se ha convertido, en muchos casos, cuando se da en formato de debate, en pasatiempo de tendencias, pero sin el disfrute que ofrecían los clásicos eruditos de la antigüedad. A pesar de ello no dejan de ser referencias elocuentes por los diferentes posicionamientos que se manifiestan. La práctica de la crítica permite un desarrollo positivo y sostenible en una sociedad democrática, pero es necesario un grado de erudición para que se active la intuición y la perspicacia y además sea ilustrativa.

Aun manteniendo la tradición y la experiencia de la oratoria pública, la crítica no suele sentar bien a quien la recibe, por muy sutil que sea, despierta una especie de enojo, ira o acaloro que solo los muy fajadores y listos (participan los dos géneros) defienden una dialéctica objetiva de contraste aguantando el tipo con absoluta gallardía. Cuando esto no ocurre se convierte en una hazaña que suele traer no pocas consecuencias, sobre todo en el ámbito político y laboral. Estos efectos son inherentes a nuestra cultura que, desde la reprimida ilustración, ha tenido constantes intervenciones para desacelerar su progresión. Si no se invierte lo suficiente en nuestro sistema educativo para conseguir mayores capacidades de pensamiento, seguiremos arrastrando mezquindades y nos tendrán atrapados con sofismas inescrutables.

*Pintora y profesora