Cada mañana voy a tomar el cortado a una pastelería que está al lado de casa. Hay una única mesa muy larga que va de punta a punta del local. Siempre me han gustado las mesas comunitarias, en una de ellas se conocieron mis padres, así que las considero un lugar de intriga y emoción, aunque estén llenas de niños merendando y solo sirvan chocolate a la taza. Si vas a la hora en la que los oficinistas salen a tomar café, te puedes encontrar a alguno intentando impresionar a una chica con los cruasans. Veo cada vez el forcejeo por quién paga la cuenta, la resistencia un poco fingida de ella, la alegría y el ímpetu de él, el roce ligero de un hombro o de una mano, las risas un poco nerviosas de ambos (y cada vez me alegro de que hombres y mujeres seamos tan distintos y de que a pesar de eso nos gusten los mismos juegos y nuestros gestos de cortejo encajen siempre con tanta precisión, con tanta gracia, con tanto optimismo).

El otro día, por ejemplo, un niño puso los pies encima de una silla. Estaba con su familia. Me pareció muy mal pero por timidez, me limité a lanzarle algunas miradas amenazadoras intentado imitar las que me lanzaba mi abuela y, al ver que no surgían ningún efecto, me centré en la lectura del periódico.

Al cabo de un momento, llegó una señora mayor al ver el espectáculo, exclamó: «Niño, baja los pies de la silla, que aquí se va a sentar otra gente». El niño la miró con una mezcla de lástima y desprecio y, sin decir una palabra, siguió espachurrado en su silla. La señora repitió la misma frase sin que ningún miembro de la familia pestañease. Entonces, empecé a hablar con la viejecita que se había quedado un poco perpleja, le dije que tenía toda la razón. La familia siguió como si oyese llover. Al final, el padre dijo: «Vámonos». Se levantaron y se fueron.

La viejecita me dijo, riendo: «Me estoy convirtiendo en mi madre». Y yo, añadí: «Y yo ya me he convertido en mi abuela, pero tengo que perfeccionar su mirada».

*Escritora