ANTONIO POSTIGO

Las personas con algo de sentido común llevamos unos días felices después del interminable recuento de votos en Pensilvania y de analizar con lupa el comportamiento electoral de pequeños condados como Maricopa, cuya existencia ignorábamos. A la celebración se suma el esperpéntico show que protagonizan el derrotado Donald Trump y su ejército de abogados, los únicos para los que no quedó claro que debía abandonar la Casa Blanca. El jolgorio que eso causa se plasma en millares de memes circulando por las redes sociales, en los que podemos ver a un Trump enfurruñado, cogiendo berrinches que serían propios de un chavalín de preescolar mal criado y negándose a abandonar el despacho oval «porque le han robado».

Bien está que todos podamos reírnos y bien está que este nefasto 2020 empiece a irse con alguna buena noticia. Pero después de divertirnos un rato deberíamos empezar a observar el revés de la trama, la otra cara de la noticia que, esta sí, no es nada buena. Y no solo para los Estados Unidos porque a todos nos afecta y todos, en mayor o menor medida, tenemos el problema en casa. Apelemos al viejo y sabio refrán que recomienda poner las barbas a remojar cuando ves pelar las del vecino.

La otra cara es que solo se ha evitado que el desastroso mandato presidencial de este sujeto se prolongue otros cuatro años gracias a una movilización sin precedentes de los norteamericanos más conscientes, alarmados por la deriva autoritaria y destructiva que Trump había emprendido. Una movilización que convierte a un Biden , gris y poco ilusionante, en el presidente más votado en la historia de los EEUU. Nada menos, sí, pero también ha convertido al propio Trump en el segundo candidato más votado de esa misma historia. Setenta y cinco millones contra setenta y uno.

Causa desasosiego, teniendo en cuenta el rosario de barbaridades y desatinos que ha cometido este personaje durante su presidencia, que tantos estadounidenses votaran por un candidato inculto, ególatra y narcisista, homófobo, racista, enemigo de la ciencia y de la razón, nacionalista furibundo y autoritario. Ya hemos comprobado en España que se puede seguir votando a candidatos declaradamente corruptos y a sus partidos, como en Valencia o en Madrid, pero el apoyo a Trump es un cambio significativo en esa escala de valores. Es un voto que demuestra que la vieja y negra sombra del oscurantismo fascista nos amenaza seriamente.

Me sonaron especialmente bien las palabras de Kamala Harris , la vicepresidenta electa, cuando dijo que América ha votado por el gobierno de la razón y la ciencia, y me sonaron tan bien porque la Humanidad solo ha avanzado a grandes pasos hacia la justicia, la libertad y la prosperidad siguiendo el camino que marcó la Ilustración en el siglo XVIII, ese camino basado en la razón y la ciencia. Y retrocedió hasta el límite de la barbarie cuando se dejó seducir por los fanatismos políticos, religiosos y pseudocientíficos. En el siglo pasado hay muestras de ello.

Pues bien, ¿hay alguien capaz de negar que en nuestras democracias europeas crecen también los partidarios de esa clase de fanatismos? No hace falta que nos vayamos muy lejos, a Polonia o Hungría, y mucho menos a Turquía o Rusia, donde los nacionalismos autoritarios campan por sus respetos. En Italia, en Francia, en Alemania, en los países escandinavos, en Holanda… y en España, la fuerza de la ultraderecha parafascista es ya algo más que considerable y no da síntomas de menguar. Al mismo tiempo aumenta el número de los que creen en toda clase de teorías conspiranoicas, el de los racistas y el de los que se apuntan al negacionismo y al desprecio de los conocimientos científicos. Si es verdad que pronto dispondremos de una vacuna eficaz contra el covid, nos sorprenderá la cantidad de europeos que se negarán a ser vacunados con los argumentos más peregrinos.

Y no es un pronóstico sin fundamento. Basta con observar lo que dicen y piensan muchos que, por otro lado, se comportan con aparente normalidad. A todos nos concierne, sobre todo a los dirigentes políticos, la responsabilidad de buscar las causas de esta anomalía y de combatirla con eficacia.

Establecer cordones sanitarios para aislar a la ultraderecha, como hacen franceses o alemanes, es necesario (aunque nuestra derecha civilizada no acaba de entenderlo bien), pero no es suficiente. Hay que dar soluciones a los problemas de la gente para evitar que se las ofrezcan los vendedores de crecepelos en cuyo envoltorio aparece la cruz gamada.

Y hay que emprender de una vez las reformas educativas para que de nuestras aulas no solo salgan técnicos competentes, sino ciudadanos cultos y amantes del progreso, este debería de ser el objetivo de la futura reforma educativa. Al final eso es lo decisivo, la mejor vacuna contra la ignorancia, que es el caldo de cultivo en el que medran los salvapatrias. Desde Washington nos llega la advertencia: lo más peligroso no es que los fascistas alcancen el poder, sino que luego se niegan en redondo a abandonarlo. Con uñas y dientes, con dinero y abogados… y con las armas si lo consideran necesario. Como afirma otro refrán, más vale prevenir que curar.