Debo ser de los pocos españoles, y de los pocos periodistas, a quien la boda real nada dice. No porque esté en contra de la monarquía, que no lo estoy, ni a favor de la república, que tampoco; no tengo nada en contra de Felipe de Borbón, ni en contra de su augusta novia y antigua compañera de profesión, Leticia Ortiz. El hecho de que su enlace no me entusiasme, y apenas me interese, se debe, simplemente, a que tantos preparativos, tanta publicidad y boato sólo han conseguido provocarme la más absoluta indiferencia. Tal vez, si los príncipes se casaran de una manera más personal, más íntima, en lugar de frente al ojo público, con cerca de cinco mil periodistas y un ejército de floristas, modistos, organistas, corales y cocineros a su servicio, el corazón me habría latido con más simpatía. Pero así, frente a la boda meditática, no.

Sospecho, sin embargo, que mi tibieza no resultará del todo antiespañola, y que habrá otros compatriotas, ni monárquicos ni republicanos, ni de derechas ni de izquierdas, ni nacionalistas ni patriotas, que puedan compartirla, sin que por ello se resientan los sólidos cimientos del Estado, o de nuestra joven y coronada democracia.

¿Para qué sirve la Corona? Antes, en la transición, para acallar el ruido de sables, pero ahora que el autoritarismo y la gerontocracia han desaparecido del seno espiritual de las fuerzas armadas, Su Majestad tiene más tiempo libre para dedicarlo a los movimientos secesionistas que agitan viejas regiones de España. Conservar la piel de toro, las ciudades africanas, las atlánticas islas, el país de los vascos y el de Carod Rovira será uno de los principales deberes de Felipe VI cuando su padre abdique en él los deberes y placeres del trono, que también los hay, pues enorme placer debe resultar ser venerado.

Juan Carlos ganó veneración al lograr evitar el golpe de estado de Tejero y Milans del Bosch, pero no pudo impedir que su real colega marroquí invadiera Perejil, de donde tuvo que sacarlo Colin Powell, según el propio general ha relatado; tampoco impidió el monarca que Aznar nos metiese en el avispero iraquí, del que hemos jopado marcados a sangre y fuego. Es más: el emperador Bush, a instancias de Aznar, descolgó un minuto el teléfono para informar al Rey de España que se preparase para la guerra contra el malvado Sadam Husein. Y eso, según la última investigación de Woodward, fue todo.

Ni el monarca actual, ni su futuro sucesor, harán cuestión personal de nuestros bélicos asuntos, estén o no de acuerdo con la guerra o la paz. Ni en ese terreno ni en otros el gobierno, cuya obligación consiste, por lo que a la Corona respecta, en preservarla en el limbo, permitirá que reyes ni príncipes se desvíen un milímetro del papel privilegiado, pero reducido, que les ha reservado la historia.

En la prensa seria y cuché, los felices contrayentes seguirán ocupando espacios desmedidos. Su cuento de hadas promocionará el país, el turismo, nuestros toreros. Traerán euros, divisas, y nuevos herederos al siglo XXI. Sobrevivirán. Y nosotros también, indiferentemente, con ellos.

*Escritor y periodista