Ya, ya sé que es un juego de palabras fácil, pero también es la verdad: si hay algo más negro que el carbón, es el futuro del carbón. Y, como decía Joan Manuel Serrat, nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio. Seguro que, si partimos de esa base, veremos mucho más claras algunas cosas que ahora nos parecen tan espesas como un puré de guisantes.

El carbón es una fuente de energía que a estas alturas, y por muchas razones, resulta ya claramente insostenible. La primera y fundamental es que las centrales térmicas, que se alimentan de carbón y otros combustibles fósiles, constituyen la forma más contaminante de producir energía, junto con las centrales nucleares (estas últimas como consecuencia de los residuos radiactivos), según coinciden todos los expertos. La emisión de CO2 a la atmósfera, junto con otras partículas y gases de efecto invernadero, hacen que las térmicas sean ya más cosa del pasado que del presente (y no digamos del futuro) para cualquier gobierno que se tome en serio sus propias palabras sobre la necesidad de combatir el cambio climático. Aquí la ministra para la Transición Energética no ha andado con paños calientes a la hora de revelar sus intenciones y ha dejado claro que el final del carbón está cerca, después de la errática política del gobierno anterior.

Pero no solo son motivos medioambientales (que bastarían porque nos jugamos el planeta) los que condenan al carbón como fuente de energía. También hay una insostenibilidad económica a medio y largo plazo. La minería del carbón se mantiene de forma artificial desde hace largo tiempo, con subvenciones millonarias que permiten su explotación porque, si no fuera así, resultaría mucho más barato comprarlo a otros países que producirlo, y su mantenimiento supone una sangría que Europa ya no parece dispuesta a seguir soportando. En un mundo donde el comercio está tan globalizado, esas fórmulas pueden funcionar durante un tiempo, pero de ninguna manera pueden hacerlo indefinidamente y cualquier criterio de racionalidad económica choca invariablemente con ellas.

Hay más cosas que conspiran en contra del carbón (los destrozos, por ejemplo, en el entorno de las minas, por más que se intenten poner parches en las explotaciones a cielo abierto), pero me parece que su contribución al cambio climático y su inviabilidad económica son suficientes. Está claro, sin embargo, que la decisión de cerrar las centrales que se alimentan de él no es sencilla. Por una parte está el poderoso sector de las eléctricas, que no quiere bajo ningún concepto que se cierren mientras puedan seguir obteniendo de ellas beneficios, ahora que la inversión está más que amortizada. Y, por otra, están los miles de personas que viven de la minería.

Dos presiones, una más discreta que otra, que sin duda gravitan sobre los políticos responsables. La primera tiene que ver con el poder del dinero y de ella he hablado ya en varias ocasiones. La segunda sería, por así decirlo, más democrática. En tres comunidades autónomas (Aragón, Asturias y Castilla León) el peso económico y social de la minería del carbón es grande en amplias zonas de su territorio y, como es natural, el cierre de las térmicas tendrá un gran impacto sobre ellas, lo que convierte esa decisión en algo sumamente impopular y puede acarrear una seria pérdida de votos para quien la tome. Era de esperar, pues, lo que ha ocurrido tras el anuncio de la ministra. Que los presidentes de las tres comunidades, que tienen los ojos puestos en las elecciones autonómicas del próximo año, se han apresurado a reclamar más tiempo para la transición, ayudas para las zonas afectadas, planes de reindustrialización…

Y, en cierta medida, no les falta razón. Si es necesario aplicar la cirugía, parece exigible que ello se haga de la forma menos traumática posible. Sí, pero hay que aplicarla. Y lo que hemos visto todos estos años son promesas que no acaban de cumplirse y prórrogas que solo consiguen empeorar el problema, pudrirlo y hacerlo más acuciante. Puestas así las cosas, creo que solo queda una salida: tomar la decisión de una vez y hacer todo lo que esté en las manos del gobierno para paliar los efectos negativos que tendrá sobre las comarcas que sufrirán las consecuencias. Y sobre todo (qué ingenuo soy) no utilizar la comprensible irritación que va a provocar para intentar erosionar al gobierno que la tome, exacerbando los inevitables conflictos.

Porque la misión de los políticos a los que les toca dirigir un país no es tomar el camino más fácil y hacer simplemente lo que piden las encuestas (y, paralelamente, dejar de hacer lo que puede tener un coste en votos), reproduciendo la penosa escena de Poncio Pilatos ante el voto mayoritario . Un dirigente debe tomar las decisiones que considere más favorables para los intereses comunes, intentar hacer con ellas el menor daño posible, convencer a los que se oponen a ellas y apechugar con las consecuencias que puedan tener en las urnas.

O, si lo prefieren así, la primera obligación de un dirigente es guiarse por sus principios y no ejercer de veleta cambiándolos según la dirección en la que sople el viento. Yo, desde luego, me declaro partidario de los políticos que asumen sus principios y no los traicionan por mero cálculo electoral.

El antecedente más cercano que tenemos en el gobierno que preside Pedro Sánchez, sin embargo, no invita al optimismo. Me refiero a la decisión, anunciada a bombo y platillo por la ministra de Defensa, de anular la venta de bombas «inteligentes» a un régimen tan poco recomendable como el de Arabia Saudí ante la sospecha (o, más bien, la certidumbre) de que serían utilizadas para cometer en Yemen lo que la ONU califica de crímenes de guerra. Noble decisión que rápidamente tuvo marcha atrás por imperativos legales, fue la justificación del gobierno. La razón real fue la amenaza de anular un pedido de barcos de ese país a los astilleros de Cádiz, y la previsible reacción de los trabajadores de esos astilleros, lógicamente preocupados por sus empleos y por el pan de sus familias.

¿Puede un gobierno taparse los ojos (y la nariz) ante crímenes espantosos y poner por delante sus intereses, y los de sus ciudadanos, incumpliendo además las resoluciones de Naciones Unidas? Desde hace muchos años, en esto, como en el carbón, mi respuesta a esa pregunta es un rotundo NO. <b>* ATTAC Aragón</b>