Las reacciones que ha suscitado la carta de la revista Harper’s son un indicio de su pertinencia. Por supuesto hay muchas cosas que se pueden discutir de ella. Pero las respuestas muestran ante todo, como señaló Verónica Puertollano cuando Ian Buruma fue defenestrado como director de The New York Review of Books, la imposibilidad del debate.

En las respuestas se discuten otras cosas. Se evita la argumentación sobre lo que dice la carta y se culpa por asociación, ad hominem o elucubrando sobre el motivo. Uno de mis trucos favoritos es decir que no es un problema tan grande si lo comparamos con otras cosas: vale para casi cualquier tema.

Analistas que no parecen haber leído el texto que comentan nos explican lo que no hemos entendido de él. El énfasis en que los firmantes sean poderosos -tienen que serlo para que los escuchemos- oculta algo más importante: algunos de ellos no serán anulados, pero el clima es suficiente para que otros en posiciones más débiles se atemoricen. No es solo que, como decía Shaun Cammack , « Steven Pinker no será anulado, pero tú sí»; es que no hará falta ni anularte. Se hace una falsa equivalencia: los que critican «la cultura de la cancelación» son iguales que los que piden que te echen del trabajo o que no se publiquen tus libros. También se relativiza: no todos los linchamientos prosperan (uno se queda más tranquilo); algunos de quienes los sufren no son inocentes (algunos, nada menos); los padecen hombres blancos (aunque fuera cierto, y podemos preguntar a J.K. Rowling si lo es, parece un argumento con problemas); la injusticia es aceptable porque los fines son buenos y además es transitoria, son excesos necesarios (me suena, no sé de qué).

Un comentarista señalaba que las sociedades pueden cambiar de opinión con el tiempo: revelador. Timothy Garton Ash escribía entre conciliador y condescendiente: hay que escuchar a los jóvenes, como si fueran todos iguales, y como si no fuera también la historia de unos jóvenes que no dejan hablar a otros. Tyler Cowen planteaba dudas razonables a la selección de los firmantes, que son comunes a los manifiestos. Ross Douthat señalaba con acierto una característica de la cultura de la cancelación: es una especie de presente continuo, y el error que cometas te puede perseguir para siempre. Quizá el problema más grave, que señalaba Puertollano y que ejemplifican varios de los casos recientes, es la pérdida de la autoridad editorial, por transformaciones de la esfera pública pero también por una combinación de pereza y cobardía.