El execrable asesinato de la presidenta de la Diputación y del PP de León, Isabel Carrasco, ha conmocionado a una sociedad que por unos instantes creyó regresar a tiempos no demasiado lejanos. La rápida actuación de la policía y la colaboración ciudadana permitieron en un breve lapso situar el crimen en otras coordenadas. Con todas las cautelas necesarias, parece claro que se trata de una acción motivada por una venganza personal a raíz de un conflicto laboral. Con estos elementos sobre la mesa, causa estupor que desde medios conservadores se esté apuntando a las expresiones más incómodas del descontento ciudadano como germen de lo ocurrido. Pretender que los escraches u otras expresiones de hostilidad hacia políticos de todo color han generado un caldo de cultivo por el que una militante del mismo partido que la víctima comete un crimen es una barbaridad. El crimen de León hay que situarlo en su justo término, en una sociedad que, por civilizada que sea, sabe que sigue expuesta a acciones criminales de unos pocos. Y no de la propia sociedad por mal que lo esté pasando.