No sé por qué cuando pienso en la calle Alfonso de Zaragoza la imagino de un solo sentido: hacia el Pilar. De hecho cuando voy al centro por esa calle regreso a casa normalmente por otra. Se lo comenté a un amigo y me dijo que a él le pasaba lo mismo. Es curioso. Hace unos días bajé hasta la plaza del Pilar por esa calle Alfonso. Y justo en el límite, donde esta pierde su nombre y se confunde con la plaza, me paré a contemplar la magnífica escultura de Rodin expuesta sobre un pedestal. Hay otras esculturas de Rodin a pie de calle, pero mi cita era con El pensador. Así que pasé entre las otras y me detuve, asombrado, ante la que esperaba de frente a los que bajaban por la calle Alfonso: ¿qué hace una escultura como esa en un lugar como ese? Puede que no sea su sitio, es lo primero que pensé. Y comprendí enseguida que una vez expuesta la retiren de ahí para que no estorbe el paso, los pasos, el paseo, la devoción, la ofrenda y la costumbre... Pero si ese no es su sitio para estar de fijo, puede que sea pertinente para que se exponga. Y hasta puede suceder, por qué no, que la ocurrencia y la presencia aquí de El pensador dé lugar a un auténtico evento cultural en la ciudad.

¿Qué tiene que ver el arte con el conocimiento? ¿Y la belleza con la verdad, tiene algo que ver? ¿Es la experiencia artística un método para conocer, entender y comprender la verdad, otra verdad, la verdad de la vida o aspectos de esa verdad que no alcanza la ciencia? Estas y otras muchas preguntas podemos hacernos al contemplar una obra de arte como esa. Y podemos, por supuesto, sin pensar nada de eso bajar por la calle Alfonso, posar delante de la estatua, hacernos una foto y entrar en la plaza o en el Pilar si nos pete sin que pase nada importante en nuestras vidas y en el mundo de la vida que frecuentamos.

Las artes escénicas necesitan actores para existir. Pero una escultura es una representación inmediata que, para existir como tal, necesita alguien que entre en el juego. Una escultura -y en general toda obra de arte plástica-- funciona en el espacio como una palabra visible. Si nadie la escucha es como un libro abierto que nadie lee: no representa nada. Y si vemos solo su presencia y su figura, por gusto y porque nos gusta, si nos distraemos de lo que representa y nos quedamos en la pura representación, en la forma, tampoco representa nada para la vida póngase donde se ponga: contemplarla desde la distancia, al margen de la vida, no pasa de ser una experiencia estética, subjetiva, que no añade nada a la representación y deja tal cual la vida y el mundo de la vida de los espectadores.

¿Qué es El pensador aquí en este contexto histórico-artístico? ¿Solo un mueble más de quita y pon junto a otros muchos, preciosos, que están aquí sin que nadie los mueva? ¿Qué nos dice si es que nos dice algo? El pensador, como yo lo veo, es aquí una obra de arte que hace pensar. Una representación que da lugar a la reflexión: un grito del silencio o de la razón silenciada, del pensamiento, del discurso, del argumento, de la procesión que va por dentro, del camino que no cesa y de la pregunta que sigue abierta como una plaza por mucho que digamos. Y una invitación a la conversación y a la convivencia humana, una salida, porque lo que somos en el fondo nos deja abiertos a todos. Pensar de verdad es pensar en los demás, en todos. No es quitar a nadie de en medio, ni desplazar, ni vaciar la plaza. No es poner en cuestión al hombre, que en eso andamos metidos todos de una u otra manera: es pensar en ello, y en ellos. No es arrasar ni cambiar los muebles sin contar con los habitantes de casa, de la casa que habitamos o del mundo de la vida que compartimos. Basta con saber que podemos cambiarlos y que hacerlo depende de nosotros. El pensador puede ser una invitación al diálogo con todos y entre todos los ciudadanos. Puede quedarse también en nada, como una cosa. Exactamente lo mismo que el rostro del otro, cuando pasamos de largo por supuesto.

*Filósofo