Ante un frustado y frustrante fin de curso, perturbado por estas semanas tan difíciles que nos ha tocado vivir, conviene analizar serenamente todas las repercusiones para la comunidad educativa derivadas directa o indirectamente de la pandemia. Es tiempo también de prevenir las secuelas que ineludiblemente amenazan al próximo curso, aun cuando todavía no se hayan superado los obstáculos más inmediatos y las carencias de la enseñanza no presencial. Precisamente, uno de los conflictos más complicados de resolver reside en la desigualdad de acceso a medios telemáticos, ya de por sí poco disponibles para una buena parte de la población, la cual se incrementará notablemente por culpa de una crisis económica, que también limitará, y mucho, la capacidad de la Administración para disponer y asignar recursos que puedan remediar la espinosa privación.

Ahora, cuando ya conocemos que el curso no se reanudará, la cuestión más inmediata es resolver la situación de alumnado y los cambios de etapa, en especial el acceso a los estudios superiores. Mueve a un moderado optimismo la disposición de las autoridades académicas para adoptar medidas eficientes con la suficiente flexibilidad de tal forma que no se perjudique al estudiante sino el mínimo inevitable; sin embargo, la opción de reducir el nivel exigible de conocimientos no es buena alternativa, pues implica la desvalorización de currículos y títulos promoviendo futuros profesionales mal preparados. Siempre será preferible adoptar disposiciones de apoyo al alumno para que alcance la formación imprescindible.

En todo caso, cualquier providencia pasa por el más amplio consenso de todos los implicados, tanto en lo relativo a abarcar la totalidad de circunstancias involucradas, como a hacerlo con visión de futuro. De otro modo, el fracaso es seguro.

*Escritora