Lo más increíble de la situación en Cataluña es esa especie de hipnosis colectiva en la que se han sumergido personas que, hasta hace unas pocas semanas, todavía eran capaces de pensar con claridad. Ya son millones de ciudadanos los convencidos de vivir en un territorio oprimido, vigilados estrechamente por fuerzas policiales represoras y con sus derechos drásticamente recortados. Esos millones piensan que los españoles que creemos en la unidad territorial de España somos, sin excepción, fascistas. Son millones, digo bien, los que piensan que el que ya pasen de mil las empresas que se han ido de Cataluña no tiene ninguna importancia. Creen, en serio, que los Jordis en prisión son presos políticos como los del franquismo. Se sienten un pueblo de mártires, encerrados en una burbuja de épica irreal que les arrastra a las calles a manifestarse con velitas encendidas. Y todo eso, en un Estado paramilitar dominado por la policía represora. Manda huevos. Mientras, sus dirigentes, perdido ya el rumbo, paralizan un territorio con una huelga general subvencionada; adoctrinan desde los medios públicos a una audiencia cautiva; falsean la verdad de tantas maneras y con tanta desvergüenza que ya no sabes si sonrojarte o llorar. Por todo esto (porque no entiendo cómo personas cabales, a las que antes les preocupaba el paro o el terrorismo yihadista, ahora pierden el sueño por alejarse lo más posible de sus hermanos españoles), no puedo ni quiero ser equidistante en el tema de la independencia de Cataluña. Por mí, artículo 155 ya.

*Periodista