Me llama la atención, escrito con ironía por si las dudas, lo elegantes que son algunas personas de este país, al que unos llaman «España», otros abominan de este nombre y se refieren al «Estado español», algunos maleducados lo tachan de «Puta España», y los nostálgicos del franquismo siguen denominándolo como «Una, grande y libre».

Por ejemplo, un cómico se limpia los mocos en televisión con la bandera de España y se desata la furia de los patriotas de cartera, algunos con grandes impagos a Hacienda, indignados por semejante ofensa de quien, en el fondo, no es sino un mocoso maleducado que no tiene valor, ni humor, para sonarse la nariz con otras banderas que agitan tipos peligrosos.

Unos cuantos vociferantes gritan en la localidad navarra de Alsasua, en perfecto idioma español eso sí, frases tan refinadas como «Españoles hijos de puta». ¿Se referirán a todos los españoles?; ¿incluso a ellos mismos?

El presidente racista de la Generalitat de Cataluña anuncia en un mitin que «El pueblo catalán no aprobaremos los presupuestos del Gobierno». ¿Acaso este personaje, propio de un esperpento, ha reducido, quizá mediante la fórmula de los jíbaros, a todo el pueblo catalán a la fórmula autocrática «El pueblo soy yo»? ¿Les ha preguntado a todos los catalanes su opinión sobre los presupuestos?

El líder supremo de Vox, partido emergente de la extrema derecha, asegura que «Los españoles no vamos a consentir que se rompa España»: ¿Monopoliza él solito la voluntad de todos los españoles?

La exsecretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, ofrece un café con mucho mimo y respeto al tal comisario Villarejo, un policía corrupto, encarcelado y pringado hasta el cogote de la porquería de la cloacas del Estado, y le pide que investigue a uno de sus compañeros de partido: ¿debería dimitir esta señora como diputada en el Congreso y representante por tanto de la soberanía de todos los españoles?

La actual ministra de Justicia, Dolores Delgado, cuando era fiscala del Tribunal Supremo, y por tanto responsable del ministerio público y de la persecución del delito, ante las confesiones del tal Villarejo diciéndole que había montado una empresa de señoritas de compañía, o sea, de prostitutas, para extorsionar a jueces, periodistas y políticos, le ríe la gracia y le augura que ese negocio es un éxito seguro: ¿puede seguir siendo, la autora de semejante finura dialéctica, ministra de un Gobierno democrático que se presenta como limpio, transparente y «feminista»?

Tanta elegancia abruma.

<b>*Escritor e historiador</b>