Resulta estimulante ver cómo, en los propios EEUU, Trump está tropezando con instituciones y entidades civiles decididas a mantener el equilibrio entre poderes. Es obvio que alli se combinan actitudes e impulsos muy democráticos y otros que no lo son. En aquel país hay muchos países. Porque la diversidad interior no es, ni mucho menos, patrimonio exclusivo de los viejos y retorcidos estados-nación europeos.

Tras ganar su enérgica revolución, los primeros estadounidenses escribieron una Constitución que empezaba con una maravillosa descripción de los derechos de la ciudadanía... Pero, al tiempo, en el Sur era plenamente legal la esclavitud. Hoy mismo, los diarios y las cadenas de radio y TV de tradición demócrata practican un periodismo ejemplar y las organizaciones proderechos civiles se mantienen vigilantes... Pero justo al lado el número de personas desarmadas asesinadas por la policía alcanza proporciones escalofriantes. En la Costa Este y en la Oeste, ciudades y estados enteros (California, por ejemplo) se alzan orgullosos como bastiones progresistas... Pero, en el interior, la América profunda abraza conceptos supremacistas y racistas profundamente reaccionarios.

Con todo, Trump, el sucesor de Reagan, el ultraliberal hegemonista, deberá afrentar una intensa y constante movilización de los norteamericanos dispuestos a creer que la suya es de verdad la tierra de la libertad y la patria de los valientes. No les faltarán ni capacidad organizativa ni recursos ni razones. Y cabe suponer que su lucha abrirá a escala global un espacio de debate, ideas positivas y esperanza.

Mientras, es curioso, muchos conservadores españoles se mueven cada vez más en la órbita del trumpismo, del lepenismo y de todo el parafascismo internacional. Lo llaman populismo, sí; pero admiten que ese es su populismo, el que les encaja, el que proclama con imponente desfachatez aquello que los protocolos democráticos todavía consideran incorrecto. También en nuestro país se mezclan varios países.