Uno de los rasgos más inmortales del español es su inocente, por heredada, por ancestral, volubilidad. El hijo de la piel de toro pasa del blanco al negro, de la risa a las lágrimas, del entusiasmo a la crítica feroz o del cante jondo a la sardana sin solución de continuidad. Un mismo torero frente al mismo toro es sucesivamente aclamado y denostado. Un mismo futbolista puede ser héroe y villano en sólo noventa minutos. Un político puede pasar del infierno a la gloria, o viceversa, de la noche a la mañana.

De esta manera, debido al mecanismo hormonal de nuestras opinadas emociones, José Luis Rodríguez Zapatero se ha convertido en un héroe inesperado. El pueblo le aclamó cuando entró a la estación de Atocha portando su ramo de rosas rojas para rendir póstumo homenaje a las víctimas de una guerra que ahora él va a cancelar, como se arranca una página mal escrita, un borrón de la historia. La gente le saluda por la calle, le ovaciona y aclama, quiere tocarlo, sentir el calor de su piel demócrata y dialogante, limpia aún de la contaminación del poder. El pueblo (el "hombre-masa", que diría Ortega) ha convertido a este chaval de León en su nuevo ídolo.

Zapatero ya no es Bambi , como decía Guerra, ni el Sosomán de los guiñoles, ni mucho menos aquel blando e irresoluto proyecto presidencial del que se mofaba Javier Arenas con creciente desdén, sino un enorme estadista, un Clinton, un Mitterrand, quizá un Churchill, un hombre elegido por su siglo, y por su país, para conducirnos a niveles desconocidos de modernidad, bienestar y transparencia.

Y es guapo. Y alto. Y tiene los ojos azules. Y los trajes ya no le caen abolsados, sino que viste como un señor de toda la vida, con sus elegantes corbatas listadas y esa palabra que Felipe le dio para encandilar y enamorar el voto.

En cambio, José María Aznar da pena. Su despedida no ha podido ser más triste. En Europa brindaron con champán el día en que se fue, y, en represalia a sus maniobras en la oscuridad de Bruselas, franceses y alemanas nos van a escatimar el reparto de fondos. El Parlamento español, harto de su prepotencia, lo despidió con pitos, en lugar de palmas. Su delfín, Mariano Rajoy, ha mordido el polvo por culpa de sus desmanes bélicos y por su canina sumisión a las órdenes de los Bush. Lo han enchufado en Georgetown sin saber idiomas, y con un pobre bagaje ideológico y cultural que repartir en sus clases. Se ha hecho una mansión que ya vale trescientos kilos de los de antes, con piscina y valla de tres metros para que no le hagan fotos los vecinos. Quería expoliar el Ebro para hacer campos de golf. Ha dejado Televisión Española sembrada de minas informativas. Ha dejado las autonomías en mantillas. Ha dejado el país hecho unos zorros, lleno de terroristas islámicos, de maltratadores, de delincuentes internacionales. Y así.

Pero estas dicotómicas epidemias de la opinión pública no dejan de ser molestos sarampiones. Poco a poco, las aguas de la imagen volverán a su cauce. A Aznar se le valorará en lo que de bueno hizo, y se le seguirá criticando por su fatuo autoritarismo y su política internacional.

A Zapatero, es pronto aún para juzagarlo. Tiempo habrá.

*Escritor y periodista