Nada era tan fácil como daba a entender Matteo Renzi cuando quitó a su antecesor, Enrico Letta, porque las reformas no avanzaban. Ahora Italia está en recesión técnica y los cambios institucionales siguen pendientes del acuerdo de Silvio Berlusconi, que no se resigna a desaparecer. Los últimos datos son lo peor que podía llegarle al primer ministro, confiado en los efectos beneficiosos de los 80 euros netos mensuales para los sueldos más bajos para reactivar el consumo. Aquel balón de oxígeno se instauró en mayo y no ha dado resultado. Tres meses escasos es poco tiempo para que las estadísticas recojan una medida de este calado, pero todo indica que los italianos mantienen una actitud muy temerosa hacia el futuro y prefieren no gastar. Pese al entusiasmo que Renzi generó, ni sus buenas y a veces brillantes palabras, ni su firmeza ante Bruselas han generado confianza, ni entre la gente ni en las instituciones económicas. No es que le estén dando la espalda. Renzi sigue siendo la última esperanza. Solo falta que el primer ministro, además de palabras, plantee medidas más allá del eslogan de El programa de los mil días.