Hace ya algunos días que en la mayoría de grandes ciudades de España, los alcaldes de las mismas han declarado oficialmente inaugurado el alumbrado navideño de las calles. Luminarias resplandecientes que de tan hermosas, numerosas y deslumbrantes, en algún caso (para que no se pueda decir que sus adornos de Navidad tienen pocas luces) han llevado a algún edil a proclamar que la suya «is the most beautiful city in the world», así, en inglés, que para eso es el idioma de la globalización; quizás por si a los astronautas de la Estación Espacial Internacional les pudiera caber alguna duda de qué ciudad española sería aquella en la que acababan de ver aparecer la estrella de Belén.

Sin embargo, las luces de Navidad, que tan felices ahora nos hacen, habrían sido impensables en la España del XIX, en cuyos primeros años de siglo las escasas farolas que proyectaban su luz sobre algunos de los escasos y privilegiados adoquinados públicos (no en todas las calles se podía mandar a alguien «a tomar viento a la farola») lo hacían alimentando su llama a través de lámparas de aceite o petróleo. Ya en el año 1832, se instalaron en Madrid las farolas de estilo fernandino (referido, en este caso, al arte aplicado al mobiliario urbano que se desarrolló en España durante el reinado de Fernando VII: 1814-1833), y su moda se extendería poco después a otras ciudades de España. De hecho, las farolas que actualmente engalanan y dan luz a algunas de las hermosas calles de Zaragoza -como es el caso de la calle Alfonso- son reproducciones de las farolas fernandinas del XIX, que devuelven en parte el luminoso arte modernista que durante las primeras décadas del siglo XX embelleció de art decó el paisaje urbano de la capital aragonesa.

Pero volviendo al alumbrado público, no sería hasta el mes de septiembre de 1834 (siendo la reina Isabel II todavía una niña de tan solo 4 años de edad) cuando, mediante un real decreto, se ordenó que en todas las capitales de provincia de España donde todavía no los hubiera, habrían de establecerse el servicio de serenos y el de alumbrado nocturno, ya que así correspondía a las miras ilustradas (pues por algo el anterior siglo de la Ilustración había sido el de las luces) de su Majestad. Para entonces las farolas de las calles de Madrid ya eran muchas (de manera que a partir de entonces el despectivo término «abrazafarolas» tuvo ya vía libre para su invención) y eran de gas; pero de iluminación tan lánguida y deficiente, que proyectaban más sombras que luces sobre el suelo, haciendo dudar a los transeúntes -como a Don Quijote- de si el bulto que veían aproximarse en la oscuridad correspondía a un ser real o a un fantasma; de donde se generó la expresión «hacer luz de gas», en referencia a la actitud consciente de una persona para generar una percepción engañosa de la realidad en otra.

Por otra parte, la asociación de los serenos con el servicio de alumbrado público en el real decreto, no se debía a algo casual, y de hecho, en 1840 quedaron unificadas en España las funciones de sereno y farolero (que no cualquiera para ello servía, de ahí la expresión «no te metas farolero»), siendo los serenos responsables de la conservación, limpieza y uso de las farolas públicas.

Posteriormente, en 1847, un nuevo decreto dejaba oficialmente regulados todos los demás cometidos de los serenos. En él se establecía que habrían de llevar de noche el uniforme reglamentario, portando con ellos «un chuzo o lanzón, un pito y un farol encendido». Fueron además los serenos adelantados hombres y mujeres del tiempo de nuestros días, ya que entre otras tareas, debían anunciar en voz alta la hora, por lo menos cada cuarto, y el estado de la atmósfera. De ahí que -al menos hasta no hace muchos años- fuera corriente la expresión coloquial de (por ejemplo) «las 12 en punto y [tiempo] sereno» como respuesta a la pregunta de ¿qué hora es?

El oficio de sereno (quienes llegada la Navidad solían distribuir por las casas tarjetas de felicitación para pedir aguinaldo) desapareció en España a finales de los setenta. Pero afortunadamente nos han quedado las bombillas, el chocolate caliente y los churros. Qué bonita tríada para nuestros atribulados días, felizmente serenados a través del benéfico espíritu invernal de la Navidad.

Y así seguimos, iluminados por la breve pero reconfortante luz del solsticio de invierno que se avecina, en que se vuelve a proclamar el triunfo del sol sobre las tinieblas y el nacimiento de la Humanidad hacia un renovado encuentro con la vida. Mientras tanto, en muchos lugares del mundo, multitud de niñas y niños se siguen conformando con la luz tenue de una farola, a orillas de un paseo marítimo, o en una céntrica plaza de su pueblo o ciudad, bajo cuya iluminación poder estudiar en un ajado libro, o hacer los deberes de mates, a lápiz y sobre un gastado cuaderno, para la clase del día siguiente en el cole.

*Historiador y periodista