El comportamiento de Donald Trump durante la hospitalización y el regreso a la Casa Blanca cabe considerarlo de una irresponsabilidad sin parangón y de un nihilismo desenfrenado. Por si no fuera suficiente la confusión creada por médicos, colaboradores del presidente y estrategas de campaña en torno al estado de salud del comandante en jefe, todo cuanto ha hecho y dicho desde que fue diagnosticado de covid-19 ha sido una utilización abyecta de la enfermedad para movilizar a sus fieles y, de paso, olvidarse de los más de 7,6 millones de casos confirmados y los 210.000 muertos que contabiliza Estados Unidos a causa de la pandemia, el país del mundo con más contagios y más fallecidos por el virus. Un olvido que daña el respeto debido a las víctimas con el fin único de quitar importancia a la tragedia en curso, cuyas dimensiones pueden tener una influencia decisiva en la próxima elección presidencial del 3 de noviembre.

Todo resulta insólito en la conducta de Trump, desde su paseo en coche blindado por los aledaños del hospital a su entrada en la Casa Blanca sin mascarilla, pero sería menos aborrecible si solo él se expusiera.

No es este el caso, y la extensión de la enfermedad en su entorno es la prueba de que su actuación no tiene más explicación que un desprecio inconmensurable por la repercusión de su actitud.