El ciclo natural de las estaciones anuncia cada año la proximidad estival, tiempo de vacaciones esperado con gran ilusión por una gran parte de la ciudadanía, desde los estudiantes más jóvenes a los trabajadores de mayor edad. Sin embargo, no faltan los excluidos a la fiesta, con mención especial de los jubilados, para quienes el inexorable tic-tac del despertador tampoco debiera implicar, se supone, un irritante despertar, sino una placentera monotonía sin apenas distinción de estaciones ni días festivos; es decir, vacaciones a perpetuidad.

La jubilación es una fecha clave en la trayectoria profesional. ¿Un merecido descanso o una condena al paro forzoso y definitivo? Pues, depende. Depende, sobre todo, de la percepción individual y de cada situación personal; sin embargo, siempre cuenta también la opinión ajena y la sutil declaración de inutilidad que suele acompañarla. Muchos buenos profesionales se lamentan de sufrir un retiro automático cuando todavía se encuentran en plenitud de facultades, en una etapa donde la experiencia suple con creces la lógica merma de energía derivada de la edad. ¿De verdad es oportuno obviar tal caudal de sabiduría? Pero el calendario es implacable y dicta que ha llegado la jubilación obligatoria. En tal caso solo queda una difusa oportunidad de voluntariado y de servicio a la comunidad, normalmente sin ningún tipo de compensación, salvo la pura satisfacción personal. El problema reside en que tampoco abundan las oportunidades de ese tipo ni, sobre todo, suelen proporcionar un campo suficientemente amplio para aprovechar los conocimientos y la cualificación profesional de los jubilados. Así, que al final, el retiro puede llegar envuelto en un delicado papel rojo: alto riesgo de pérdida de autoestima y depresión.

*Escritora