Hace unos años nos conmovieron los gravísimos sucesos de Cortegana, el pueblo onubense que se quiso tomar la justicia por su mano contra una familia gitana a la que acusaban del asesinato de Mateo Vázquez, un deficiente mental muy querido. Convocados por el alcalde de IU, la mitad de los 5.000 vecinos cercaron hasta con fuego el barrio de Las Eritas donde viven los Montoya, que tenían en la cárcel a dos de sus ocho hijos: Bernardo, por el asesinato de una anciana del pueblo en 1999, y su gemelo Luciano, que asesinó a otra vecina en el 2000. «Nos van a matar a todos», clamó el alcalde cuando fue imputado, junto con algunos vecinos más, por un presunto delito de provocación al odio y la discriminación. En un permiso carcelario, en 2008, Bernardo intentó violar a una joven que paseaba con su perro por el cercano pueblo de El Campillo. Fue muy comentado porque el perro impidió la violación enfrentándose al machete del reincidente que, con este y otros delitos violentos más, acumuló penas hasta hace dos meses, que salió de la cárcel y se instaló en la vieja casa familiar de El Campillo. Con este historial cuesta entender que ninguno campillano alertara a la joven forastera sobre el vecino de al lado, del que sospecharon desde el primer momento. Tampoco se entiende que la Guardia Civil perdiera un tiempo precioso al confundir a Bernardo con el gemelo que aún sigue en la cárcel. Y aún se entiende menos que no se haga seguimiento penitenciario de los falsos reinsertados. Cada vez que escucho que no hay que legislar en caliente más me caliento. H *Periodista