Desde la más tierna infancia, el miedo nos acompaña. Aprensión a lo desconocido, a los fantasmas, a la oscuridad; temor también a amenazas muy reales, como la agresión verbal o física. Desasosiegos que tornan por la noche en forma de pesadilla y que, en ocasiones, precisan de asistencia psicológica. El miedo surge de nuestra propia naturaleza como seres humanos y perdura durante toda la vida, tanto si es racional y supone una gran ayuda para nuestra defensa frente a potenciales peligros, como si deviene patológico, origen de una ansiedad insoportable y, además, un obstáculo para organizar nuestra protección frente a presuntos eventos hostiles. Pues bien, un miedo consustancial a nuestra personalidad es la pérdida de la salud, tanto si la enfermedad es un ente incierto, difuso, como si se materializa en una dolencia concreta como pueda ser el covid-19, con toda su carga letal especialmente sobre los mayores. La pandemia ha ocasionado vivencias devastadoras y escandalosas, sobre todo en las residencias para ancianos; han sido muchos también, siempre demasiados, los duelos solitarios donde ni siquiera ha sido posible acompañar a los seres queridos que se han marchado sin unas manos amigas que acogieran la suya. Todos tenemos un miedo comprensible a este maldito coronavirus y a sus funestas secuelas, pero una de las más perniciosas es la insolidaridad de la que hace gala algún sector de la sociedad cuando, como muestra, se aleja de ese sanitario vecino por miedo al contagio por coincidir en el patio de la comunidad. Miedo a que el egoísmo triunfe sobre la empatía; miedo incluso a la futura vacuna, masivamente rechazada por la ciudadanía según las encuestas y, sobre todo, grave y suma desconfianza derivadas del bulo y la desinformación, pese al gran esfuerzo y labor de los medios informativos serios. H