El primer chasco me lo llevé ayer nada más levantarme. Pensaba que al subir la persiana, vería Zaragoza de color blanco inmaculado, y no. Cielo gris, humedad, pero cero nieve. Bueno, a lo mejor nieva a lo largo de la mañana, pensé. Me pondré un anorak adecuado y unas buenas buenas botas, que me acuerdo una vez que nevó en Zaragoza, hace un montón de años, y aquello fue un aquelarre. Y me voy a trabajar. A media mañana salgo a la calle y veo que empieza a caer aguanieve. Hombre, pienso, igual esto es el comienzo de esa nevada fastuosa que va a cubrir la ciudad con un manto blanco. No pensé exactamente eso, porque los tópicos los escribo, pero no los pienso. Lo del manto blanco está muy sobado y, además, mis pensamientos no suelen ser muy poéticos. Poco después, dejó de caer nada del cielo. Ni agua, ni nieve, ni ná. Frío hizo, eso sí. Esto precisamente es lo que comenté ayer en cada ascensor o encuentro intrascendente que mantuve, y fueron muchos. Se puso el sol, y no hubo nieve.

Y ya sé que mi jornada no tiene el menor interés para nadie, pero cuando me senté a escribir esta columna, ya entrada la tarde, lo único que se me ocurría pensar es que, vale, yo me desilusioné; pero los brigadistas que el lunes amontonaron 70 toneladas de sal, y los conductores municipales que se acostaron pensando que, por fin, esta vez sí, iban a recorrer el paseo Independencia al mando de una quitanieves, esos, pensé, sí que estarían ayer contentos con la no nevada. Y es que la realidad es así de puñetera.

*Periodista