Señala Montserrat Galcerán en su libro La bárbara Europa, a muchos europeos nos «preocupa» la conflictividad internacional, pero mucho más la presencia en nuestras ciudades de mucha población foránea. En cierta manera, como efecto de la propia colonización europea, nuestras ciudades se han hecho globales, es decir, habitadas por poblaciones originarias de todos los rincones del mundo, a los que en siglos pasados los europeos emigramos y explotamos a conciencia. A esa Europa prepotente, con no pocas dosis de racismo y xenofobia, le cuesta mucho esfuerzo digerir que los llegados de nuestras antiguas colonias quieran tener los mismos derechos y las mismas prestaciones de nuestro Estado de bienestar. Ese es el caldo de cultivo de un populismo conservador y neofascista, que se manifiesta bajo el slogan de «primero los autóctonos», olvidando que en nuestra Europa ya no hay autóctonos: todos somos producto de una historia de varios siglos de expansión colonial.

Esa política populista y neofascista se nutre del miedo y el resentimiento preconizando la bandera del repliegue a una falsa e imaginaria identidad, sirviéndose del discurso ficticio de una pacífica y civilizada Europa. ¿Pacífica y civilizada Europa? Javier Rodrigo en Continente cementerio. Fascismo, heterofobia y violencia en Europa, 1914-1945, nos recuerda: «Dominada por la «brutalización» de la política, en el periodo entre las dos guerras mundiales, Europa vivió el tiempo histórico más brutal, sangriento de su ya dramático pasado». Y hoy el Mediterráneo es otro cementerio. Y a quienes tratan de evitarlo los persigue nuestra justicia.

Ese neofascismo no quiere saber nada de la historia y del presente colonial de la vieja Europa. En lugar de situar los conflictos actuales, incluyendo sus derivaciones más extremas como los atentados recientes, en un contexto marcado por el conflicto del capital internacional en Oriente Medio, donde las potencias occidentales irrumpen con la excusa del falso peligro de unas armas inexistentes, lo achaca a mentes perturbadas de jóvenes enloquecidos por una cultura religiosa fanática. Mientras se silencian o se trivializan los crímenes actuales, auténticos crímenes contra la humanidad, de los ejércitos europeos, norteamericanos o israelitas en estas zonas de conflicto-como antes los crímenes coloniales-, se airean los crímenes de que somos víctimas en Europa. La indiferencia de nuestra clase política y medios europeos ante lo que está ocurriendo en Palestina, Siria, Yemen o Libia propicia la reacción airada de jóvenes sin empleo y excluidos, que se identifican con el sufrimiento de estos pueblos. Su reacción es criticada como una muestra del barbarismo atribuido en aquel contexto cultural. Se critica el multiculturalismo y en no pocos países europeos proliferan los discursos islamófobos, xenófobos, plenamente racistas.

Llama poderosamente la atención el que una Europa siempre expansionista ayer y hoy, argumente que deba protegerse de la invasión extranjera de migrantes que buscan una vida mejor o que huyen de unas guerras atroces y que buscan un refugio seguro. Con ello, los europeos damos muestras de desconocimiento de nuestra historia. Conviene recordar. El imperialismo europeo del siglo XIX fue ejercido directamente por los Estados-nación. Se llevó a cabo un reparto del mundo entre los Estados más poderosos, como se hizo en la Conferencia de Berlín de 1885, donde se troceó África arbitrariamente sin contar con las poblaciones autóctonas, que fueron en muchos casos masacradas. Luego llegaron las guerras mundiales, las guerras de liberación nacional apoyadas por el bloque socialista, que desembocaron en la «independencia» entre los años 40 y 60 del siglo XX. Mas, las grandes potencias para defender hoy a sus empresas interesadas en materias primas o fuentes de energía siguen interviniendo militarmente. En definitiva, dinámica histórica la misma, cambian las estrategias, pero los objetivos son idénticos, con las lógicas y dramáticas consecuencias. La intervención militar en Libia provocó el caos en el país. El ataque a Irak generó las condiciones para la aparición de ISIS. Y sin embargo, existe un gran desconocimiento sobre los refugiados y las causas de la salida de sus países. Por ello, es muy oportuna la anécdota relatada por Josep Ramoneda. André Glucksmann cuenta que en junio de 1979, Raymon Aron y Jean Paul Sartre, tras treinta años de enemistad, se presentaron juntos al Elíseo para pedirle a Giscard d´Estaing que interviniera para salvar a los boatpeople, los vietnamitas que arriesgaban su vida en el mar para huir del régimen comunista. Giscard los escuchó atentamente y les causó gran perplejidad al preguntarles: ¿Por qué huyen?

Según Montserrat Galcerán, frente al espantajo neofascista lo que necesitamos entre diferentes es tender puentes y no levantar muros, denunciando los discursos que con la excusa de protegernos nos hacen cada día más vulnerables. Cuanto más duren las guerras en Oriente Medio, cuanto más destruyamos los estados en África, más peligro hay de que algunos de los escapados de esos auténticos infiernos reboten contra nosotros, los pacíficos habitantes de las urbes europeas. Los neofascistas no nos protegerán de este peligro: al contrario, como sus antecesores, los fascistas de los años 30, nos pueden arrastrar a un auténtico desastre colectivo.H

*Profesor de instituto