Mientras la mayoría de los españoles centra su atención en lo que sucederá en Portugal con nuestra selección, esta noche en Bruselas se decide algo tan importante cómo las posibilidades que tendrá nuestro país para moverse dentro de los límites de una Constitución Europea en la que retóricamente todos hablan de solidaridad, pero en la práctica cada cual procura arrimar el ascua del articulado a la sardina de sus intereses nacionales. No hay que escandalizarse, porque esto siempre fue así, y las llamadas a la fraternidad están muy bien para los juegos florales y las ruedas de prensa, pero por debajo de la mesa cada país trata de sacar las mayores ventajas. Va a ser algo complicado saber cómo se ha resuelto nuestra papeleta, y si nos pisarán los callos en el futuro o no dispondremos de vendas para las heridas. Entre la satisfacción de Moratinos que nos comunicará que nunca España brilló tan alto y cayó tan simpática, y las críticas de Rajoy, que nos informará de que hemos hecho un papelón, y que esto va a ser un desastre, tendremos que sumar y dividir por dos, a ver si nos hacemos una idea de lo que se nos avecina.

Pero, en cualquier caso, es deslumbrante que, hace muy pocos días, se haya demostrado el desinterés de la ciudadanía por las personas que nos iban a representar en el Parlamento Europeo y, a la semana siguiente, se perciba una atención hegemónica por los resultados de la selección española en la Copa de Europa que se celebra en Portugal, mientras en Bruselas se deciden reglas que nos afectarán a nosotros y a nuestros hijos, sin que parezca que esto mueva no ya a entusiasmo, sino a curiosidad. A lo mejor, para revitalizar este interés habría que enviar a los jugadores de la selección como parlamentarios, o poner a jugar al fútbol a los elegidos el pasado domingo. No lo sé, ni caería nunca en la soberbia tentación de abroncar a las mayorías, vicio en el que tan a menudo caen nuestros políticos. Pero no puedo evitar una sensación tan inquietante como molesta.

*Escritor y periodista