El coste de la producción de electricidad en España es el tercero más alto de la Unión Europea. Sin embargo, en la factura final que pagan los consumidores, el precio de la luz es el sexto de la UE. La diferencia entre una posición y otra está en los impuestos que la gravan, con Alemania a la cabeza, pero que en la media de los 28 países suponen un 40%. En España, esta repercusión sobre la factura no llega al 22%. Las últimas noticias prevén que el precio de la luz escale hasta máximos históricos hacia final de año.

Con una posibilidad real de impulsar las energías renovables como la eólica y la fotovoltaica en un país que dispone de las condiciones para ello y que podrían reducir la dependencia de las que proceden de la generación fósil (carbón, petróleo o gas), que además son importadas, contaminantes y sujetas a vaivenes geoestratégicos, la combinación (mix) entre ambas no parece que alcance su punto de eficiencia.

Durante años se frenó la aportación de eólica -ahora en periodo de recuperación—con lo que también subieron los derechos de emisión que las centrales contaminantes deben comprar para operar. La hidroeléctrica no es tan barata como aparenta, pero al menos es sostenible. Total, un cruce envenenado de aportaciones que solo logra sujetar el recibo con impuestos más bajos que la media. ¿No sería mejor presionar para reducir el coste de producción y mantener el precio final aunque los impuestos alcanzaran la media europea? Al menos estos vuelven en forma de servicios públicos.

*Periodista