Hay una ley que rige los intercambios de las vivencias y deseos entre los animales: es la ley del instinto ciego, que desconoce la flexibilidad, la renuncia a cualquier tipo de concesión mutua, la solidaridad, el acercamiento entre los diferentes y la tolerancia. En fechas recientes y tras sesudas deliberaciones de sus consejeros, el presidente francés Chirac ha añadido a los tres principios reguladores de la convivencia entre los galos, "libertad, igualdad y fraternidad", un cuarto, el de laicidad. La cosa no pasaría de mera curiosidad si no fuera porque, por las mismas calendas, este último principio se ha traducido en prohibir el uso del velo a las jovencitas musulmanas que intentan aprender matemáticas, historia o biología en los centros educativos de cualquier ciudad de Francia.

Esto me ha traído a la memoria una curiosa escena que me tocó vivir hace algunos años: en la Plaza Pompidou de París, un profesor congoleño, subido en un podio de los muchos que existen en el lugar, amparado por la libertad de pensamiento y manifestación, proclamaba las excelencias de la religión islámica. Si estoy bien informado, hoy tales manifiestos religiosos son compatibles con que a pocos metros de dicha plaza se impida la entrada en la escuela a las estudiantes musulmanas que llevan cubierta la cabeza --lo mismo que la llevaban nuestras abuelas desde que se levantaban hasta que se acostaban--.

¿Incongruente, esperpéntico? Siempre me ha parecido insultante para la incuantificable capacidad humana de acercamiento mutuo y de comprensión entre las personas y entre los grupos la táctica del avestruz: cuando surge un tema polémico, la alternativa es sacar del escenario público el tema en cuestión y confinarlo en la esfera de la privacidad. Se piensa ingenuamente que así desaparece el problema, cuando en realidad lo único que se consigue es crear una fuente más de frustración y de rencor, que es en lo que se traduce la renuncia al diálogo entre los habitantes de la aldea global, aquel que puede conducir a la creación de aquella ciudadanía común y universal que no sabe de arrinconamientos de valores diferentes sino de todo lo contrario, del reconocimiento como piedra angular de los derechos humanos, respetando las diferencias y la pluralidad como fuente de enriquecimiento mutuo.

ME PARECE asombrosamente penosa, a la vez que un insulto a la amplitud de miras del alma humana, la facilidad con que algunos de mis congéneres están dispuestos a negar y a negarse la capacidad de entendimiento entre sus semejantes o, lo que es igual, a aceptar que el diferente viva de acuerdo con sus propios valores, con sus creencias políticas o religiosas y los muestre allí donde hace y desarrolla su vida, la calle, la escuela, el trabajo, etc. La historia está llena de ejemplos en los que se muestra sobradamente que la intransigencia no sirve para solucionar los problemas humanos y que supone, además, un empobrecimiento mutuo entre aquellos que siendo diferentes se aceptan como tales; lo demás es intolerancia, cerrazón de mente y de corazón, detener la marcha de la historia que camina hacia una forma de comunión universal donde, mediante el diálogo honesto y decidido, podrán conjugarse las parcelas de verdad que cada cultura y cada religión aporta a las restantes para completarlas y enriquecerlas.

POR FORTUNA, parece ser que los mandatarios de la Comunidad Europea no renuncian a tal hermoso objetivo y, así, en su reciente convención de Bruselas, tomaron la sabia decisión de promover el diálogo interconfesional, perfectamente compatible con la paz social verdadera, aquella que se fragua desde el coraje y desde la fe en la capacidad dialogante de los seres humanos.

Me ha llamado la atención --a la vez que me ha parecido contradictorio-- el hecho de que el presidente Chirac, movido por el principio de laicidad del Estado y que días antes suscribiera la prohibición del velo en todos los centros docentes de Francia, firmara con el resto de jefes europeos una resolución en virtud de la cual es necesario conceder la consideración de problema político a los valores religiosos ostentados por los ciudadanos europeos. Los "problemas del velo" son hoy muy numerosos y sería bueno que los gestores de las sociedades multiculturales acabaran por entender que su resolución más eficaz sólo puede venir por el empleo de más tiempo y esfuerzos en una de las tareas más nobles del ser humano, el diálogo.

*Profesor de Psicología en la Universidad de Zaragoza