El cartero entrega sus cartas como quien reparte un duelo mortuorio. Va muy lento para observar un paisaje que sabe de memoria pero que teme olvidar muy pronto. En la escuela cierran algunos días para dar clase en Zaragoza o salir a la carretera a colgar pancartas o pasan el día escribiendo relatos de desapariciones o haciendo dibujos de torres olvidadas. Hacer casa se ha convertido en resistir y contar lo que piensan, en una batalla contra el silencio, contra una barrera de la peor de las sorderas: la de quien no quiere oír. Se desayunan con los nervios de la espera de la aplicación en el siglo XXI de una idea del XIX. Algunos han pintado las paredes de la sala de su casa hace poco, negando el peligro del final y afirmando su voluntad de quedarse y vivir. Les anegaran los campos pero plantaran cara para evitarlo. Artieda. Aragón ya tiene detrás demasiada historia de pueblos abandonados, territorios desérticos y comarcas despobladas en los que la gente huyó por falta de oportunidades, de la carencia de comodidades, o de trompas de agua enviadas por ingenieros y agradecidas por constructores, amigos de todo poder, de Rajoy y de los trasvases. Que alguien imagine a la guardia civil en la puerta de casa para echarte para siempre. *Periodista